El volumen “País Archipiélago” de Elías Pino Iturrieta publicado por la Fundación Bigott en segunda edición del año 2004 es un excelente trabajo de diseño editorial, mérito que debe atribuirse a Carolina Arnal y Waleska Belisario, de acuerdo con los créditos de la obra.

El libro presenta una exhaustiva revisión bibliográfica y de hemeroteca de Venezuela durante el período 1830 hasta 1858, se trata de una reflexión acerca de la dispersión de una nación que da sus primeros pasos como cuerpo independiente sin haber consolidado un camino o destino y sobre todo sin abandonar una tradición militar a la que rinde culto por la gesta de independencia.

Siempre había pensado que en 1830 se inició un período al que he llamado la edad media de la historia venezolana y que según mi apreciación llega hasta la muerte de Gómez, en ello no hay nada original como se puede deducir de la revisión inicial de la valoración historiográfica que hace Pino Iturrieta de las opiniones de grandes plumas del país. Este punto de vista no es, sin embargo, en absoluto compartido por Pino Iturrieta quien busca las huellas del trabajo civil de armar una nación tras la guerra encontrando a hombres como Codazzi, Cecilio Acosta, Juan Vicente González, Cagigal, Razetti, Lisandro Alvarado o Fermín Toro entre otros nombre eminentes, son ellos y su esfuerzo, las provincias, con sus diferencias de puntos de vista y vicisitudes comunicacionales lo que hacen las islas del País Archipiélago.

Bastantes veces se ha tratado el tópico de la intensa glorificación que se ha hecho en nuestra historia de la gesta militar en detrimento de los aportes civiles, lo que ha devenido en una subvaloración de nuestra obra civilizadora de construcción y creación, sin embargo, basta pensar en Bello y Chile para avizorar la tamaña grandeza de esa potencialidad que nunca fue explotada en nuestra propia historia.

El constante truncamiento de las ideas más nobles bajo las cuales se han propuesto cambios, mejoras, enmiendas, planes y refundaciones patrias nos ha consumido un tiempo maravilloso que no invertimos en crecer, en creer en nosotros y nuestras posibilidades.

Entre la selección de artículos de libros y prensa de la época que hace el autor es llamativo que muchas de las descripciones que se hacen de diversos aspectos tales como el estado lamentable de los caminos, la digresión moral de los ciudadanos o la situación penitenciaria entre otras hoy pueden ser leídas con pasmosa vigencia. Es triste leer líneas como estas que a casi doscientos años pudieran haber sido tomadas de algún periódico de esta semana:

“La cárcel que tiene Caracas es una mansión de horrores. El Venezolano que se ve encarcelado deprava su moral con la vista de los objetos que le circundan, se degrada a sí mismo, porque cuanto ve y cuanto oye lo empuerca y lo envilece y se familiariza con el crimen por el inmediato roce en que la sociedad lo coloca con todos los criminales” Tomás Lander 1843 (Op. Cit. Pag. 237)

“Por la falta de médicos, de medicinas y de subsistencias, de modo que el común de los habitantes que viven de la caza y de la pesca mueren en medio de la inclemencia, menos por el carácter maligno del contagio, que por la carencia de recursos y auxilios, y sin los últimos consuelos que da la humanidad” Secretario de Calabozo 1833 (Op. Cit. Pag. 237)

“General es el clamor que se oye contra el desaseo de calles, plazas, y solares escombrados de esta ciudad. La yerba y las inmundicias las cubren y presentan el espectáculo degradante de una población sin policía. Varias personas de la mayor respetabilidad han denunciado a este gobierno tan lamentable, como vergonzoso cuadro, y no les es dable desviar tan justos y generales clamores, sin tomar las más serias providencias, para que cese el mal y se cumplan como es debido las ordenanzas de policía sobre estos puntos.” (Sección Administrativa Provincial 1840, Op. Cit. Pag. 322)

Y en particular estas líneas que toma Pino Iturrieta del Acta del Congreso Constituyente de 1830 de Juan de Dios Picón, Diputado por Mérida a dicho órgano, donde insiste en la necesidad de:

“Sancionar los derechos sagrados de libertad, propiedad, igualdad y seguridad … porque tas garantías han estado siempre escritas, mas nunca se han cumplido…” (Op. Cit. Pag. 213)

Creo firmemente que no estamos condenados a repetir ciclos ni errores, que tenemos la capacidad de aprender de ellos y superar nuestra condición primero como individuos y en consecuencia como sociedad.

Si vamos a aprender los errores, a revisar lo dicho y hecho para enmendar y trazar caminos, estaremos dotando de sentido a la historia, valorando esas vidas que nos han precedido, mas, si vamos a usarla como lastre para pretender avanzar con la cara vuelta hacia atrás, lo más probable es que erremos el paso.

Todos los días la historia toca a nuestra puerta, y tenemos la oportunidad de hacerla, de tejerla con las decisiones o de dejar que el paso del tiempo nos vaya sumiendo en la constante visión de un pasado que ya no habitamos o llorando por un presente que no fue. Lo que ha sido, hecho está, es lo que vamos haciendo lo que labra el sendero por el que habremos de transitar.

Muchos Saludos

@ Pedro Mejías.Caracas,febrero, 2011


















Con ese nombre difícil llegar lejos, María Micaela Villegas. Menos en el teatro, un nombre tan común. Parece de lavandera… y lo menos de actriz de teatro. En fin la vida no da todo por nada. Por suerte supo apañarse en las tablas y fuera de ella... Es decir, que llegó a ser una de las mujeres más célebres del sigloVIII, la más envidiada de Lima y según el decir una de las primeras grandes divas del espectáculo…
Remontando prejuicios, aprendió a leer y escribir, cosa poco común para las mujeres de la época. Aficionada a las obras de Lope de Vega y Calderón de la Barca, al canto y danza, desde temprana edad mostró vocación por el teatro, aun cuando ese oficio era considerado como indigno e impropio para una mujer. Venciendo tantos inconvenientes llegó a debutar muy jovencita y su fama trascendió el Virreinato... Es en esa época inicia un romance con el sexagenario Virrey don Manuel Amat y Junyet –primer Virrey del Perú en época de Carlos III- convirtiéndose en la relación más escandalosa del siglo XVIII. Amat la hizo su amante y de esa larga unión tuvieron un hijo al que llamaron Manuel.
Con su influencia sobre el Virrey, Ma. Micaela propició muchas de las construcciones que Amat realizó en su gobierno: La Alameda de los Descalzos, el bello palacete La Quinta de Presa, el Templo de las Nazarenas y el Paseo de Aguas.. Todavía estos monumentos pueden admirarse en Lima
Parece ser que la deformación popular del cariñoso mote que le puso su amante –de ascendencia catalana- la convirtió para el vulgo en La perricholi¡ excelente seudónimo teatral!, pero la envidia de los corillos limeños –que mal soportaban sus caprichos y escándalos, como ese de andar en carroza - debía cobrarle tanta afrenta. Le pusieron el feo apelativo de: la perra chola.
La tradición cuenta que cuando el Virrey le declaró su amor, ella respondió que lo aceptaría si él pusiera la luna a sus pies, entonces el Virrey mandó construir el Paseo de Aguas, con arcos de estilo francés y al centro una amplia fuente donde se reflejaba el cielo... Una noche de luna llena, los amantes fueron al borde del espejo de agua y él dijo: “hoy pongo la luna a tus pies”.


La perricholi, al término de su largo y provechoso romance con el Virrey –que al ser enviado de vuelta a España le dejó muchos bienes- contrajo nupcias con su socio teatral Vicente Fermín de Echarri, con quien administró el Real Coliseo de Comedias…
La perricholi sobrevive a su marido por varios años. Al final de su existencia, María Micaela se dedicó al recogimiento vistiendo el hábito de las Carmelitas. Realizó muchas obras de caritativas que hizo olvidar a los limeños los escándalos de su juventud y les motivó un auténtico afecto a su persona.
En definitivas la chica llegó a ser todo un personaje del cual se han escrito libros, hecho películas y hasta una exitosa telenovela.

América Ratto-Ciarlo ©Caracas, enero 2011














EN DIRECCION OPUESTA

Tomo rápidamente el metrobús en Santa Fe para dirigirme a la Plaza Venezuela, donde pienso unirme a la Marcha de los Estudiantes en rechazo a la Reforma de la Constitución. Le indico al chofer mi destino, pero, para mi asombro, éste toma la vía de Altamira, hacia el este, y no al oeste, que es donde se inicia la marcha. Quizás ahora me tome un poco más de tiempo alcanzarla, porque el tráfico es infernal; pero con el Metro, que no enfrenta los problemas de la superficie, recuperaré el tiempo perdido. Luego de estas reflexiones, me siento detrás de una joven pareja con sus niños.
Los observo. El hombre es moreno, de facciones regulares y ojos achinados. Las primeras señales de la madurez asoman en su cabeza. Supongo que no llegará a los 35 años. Ella es algo más joven que él; tiene los ojos también oblicuos, y una piel tan tersa como para hacerle propaganda a alguna crema facial. Lleva el cabello largo y teñido de rubio, recogido con una gran pinza. Me llama la atención el parecido de la niña, de unos seis años, con el padre; y el del chico, algo menor que la hermana, con la madre. Siempre me ha maravillado la sabia toma de decisiones de la genética.

Los chicos, sentados frente a sus padres, juegan, cantan y ríen. La muchachita lleva un lindo vestido morado con una flor amarilla estampada a la última moda. El pelo, crespo y alborotado, sujeto por un cintillo púrpura, salta travieso al ritmo de sus movimientos. La chica no abandona, para nada, ni su cartera ni su muñeca. El niño, con un impecable corte de pelo, viste jeans azules y camisa verde. Ambos lucen pulquérrimos por el momento.
Miro por la ventanilla las apretadas y plomizas nubes. Me inquieta que vaya a llover durante la marcha, pero, al mismo tiempo me tranquiliza recordar que en experiencias anteriores el agua nunca fue obstáculo para el avance de las largas caminatas.
De pronto, el canto del muchachito llama mi atención. Se le une su hermana, y ambos interpretan una melodía, en la que, al finalizar con la frase “que se respete a los padres”, hacen una reverencia ante sus progenitores. Luego, la madre en un gesto sincronizado con el de su hija, le limpia la nariz cuando ella le muestra los mocos. Los niños continúan jugando, parándose y sentándose sin cesar y alternándose entre ellos dirigir la diversión. En esta oportunidad le toca el turno al niñito, quien le dice a su hermanita:
-Bueno, mira, ahora juguemos a que yo digo: “¡Uh, ah, Chávez no se va!”, y niego con mi dedo y tú dices, también al mismo tiempo, pero moviendo el dedo para arriba y para abajo, “¡Uh, ah, Chávez sí se va!”.







El democrático juego me causa gracia; el padre sonríe, mientras la madre celebra con una carcajada la ocurrencia de su hijo. Los niños repetían alegres los consabidos estribillos, pero los interrumpen de pronto asustados por la presencia de los inseparables guardaespaldas de la lluvia: un repentino relámpago y un trueno descomunal. Los pequeños momentáneamente permanecen silenciosos, mientras observan tensos cómo la lluvia golpea con fuerza el vidrio de la ventanilla. Parecen admirar la violencia de la naturaleza. Entonces el metrobús - cuenta obligada del largo rosario automotor- se propara frente a una obra en construcción. En ella tres palas mecánicas hacen su trabajo de movimiento de tierra coordinadamente. Esto llama la atención de los hermanos, quienes ahora observan fascinados y con las caritas pegadas a la ventanilla, los lentos, pero seguros desplazamientos de los “robots” con su pesada carga.



Mientras esto ocurre noto extrañada que ninguno de los dos adultos se ha dirigido la palabra durante todo el trayecto y deduzco que quizás estén disgustados. Veo la hora: las 11:45. La marcha ya debe ir lejos, me digo calculando en cuál estación del Metro debo bajarme para unirme a ella. Busco en la cartera un caramelo para distraer mi ansiedad. Veo la interminable cola parada, mientras los peatones cruzan rápidamente la calle. Vuelvo entonces a ver a mis vecinos y la incomunicación continúa: no cruzan ni siquiera una sola mirada. No se por qué imagino que la hipotética pelea podría haber tenido como protagonista a la infidelidad, pero no precisamente por parte de la amorosa y atenta mamá. Bueno, uno nunca sabe, pero no creo que pueda ser ella. Debe ser el marido, más bien. Bueno, eso es cosa de ellos, concluyo.
Arrecia la lluvia. Me cercioro de no haber olvidado mi paraguas. Miro otra vez mi reloj. Ya casi es mediodía. ¿Por dónde irá ya la marcha? Me bajaré en la estación de Colegio de Ingenieros. No, mejor en Bellas Artes. ¡Bueno, ya veré! Afortunadamente, ya casi llegamos al terminal de pasajeros de Altamira.



Empieza a formarse la fila para salir. La gente se aglomera en las dos puertas del bus, sacando sus respectivos paraguas. Yo también me levanto para hacer la cola y veo a la madre de los niños tomarlos firmemente de la mano, mientras se dirige presurosa hacia la puerta delantera. El padre, no obstante la prisa de su mujer, permanece todavía sentado. Entonces, cuando me dispongo a salir por la puerta trasera, el joven bruscamente se pone de pie y se me adelanta. Pienso que se apresura a bajar por esa puerta para ganar tiempo y encontrarse luego con su familia en la estación cubierta del metrobús. Pero, una vez abajo, él corre, cubriéndose la cabeza con la chaqueta, hacia la entrada del Metro. Mientras, la mujer y los niños siguen su camino bajo el aguacero, perdiéndose entre una multitud de paraguas, justamente en dirección opuesta.



©Myriam Paúl Galindo - Caracas, 28.10.2007 - Ilustración: tomada de Internet