De Amigos




Es que tengo un compromiso

 

¡Paaartida! Se ordenó la largada…

Rutinario atardece este domingo y no encuentro distracción pues en la casa familiar donde habito domina la atropellada voz narradora del hipismo y me aíslo porque esa costumbre me fastidia.

         De hecho no me he ocupado de sellar ningún cuadro de caballos ni me anima. Nunca lo hago. No suelo hacerlo, aunque es arraigado hábito en hombres de talento en holganza que liban cervezas frente al televisor mientras con los restos de un periódico algunos fuetean un brioso potro invisible.

         Cada quien, ensimismado, hace en cada hogar de imaginario jinete que en la recta final arrebata sobre el blando lomo de su ficticio corcel que va en pos de una riqueza ilusoria a la que se juega en un domingo más que en esta tarde resulta una frenética apuesta a la suerte.

         Avanzan las carreras y mi pensamiento está completamente en otro lugar. Sé que la amiga en la que pienso se encuentra allí mismo, en el piso superior del hogar donde habitamos como estudiantes venidos desde las lejuras de nuestras regiones buscando un camino.

A su vez ella sabe que, escalera abajo, yo mastico lentamente cada uno de los minutos que marca mi reloj, pues comprende que no pongo atención a ejemplares del stud Ricardo ni a yeguas tresañeras.

Por voces compañeras confirmo que -efectivamente- permanece aquí, en la casa, en su habitación, porque no quiso ir este fin de semana a ver a los suyos en Espíritu Santo. El verdadero por qué de su decisión, la razón que la recluye y aleja del campestre aburrimiento de su pueblo, lo presiento solamente yo. Y el deseo se me cumple, pues he rogado a mi modo por su permanencia entre nosotros.

         Las carreras del hipódromo no son nuestro interés; tampoco nudos de amor que hayamos dejado en las provincias de donde procedemos. Lo que nos junta es un vínculo concéntrico que circula en el remolino de nuestras intuiciones. Somos nosotros mismos y un simultáneo cariño galopante, mas no equino.

Apostamos ambos a la vida y por el deseo de la consolidación de nuestra querencia que espontánea ha nacido sin palabras que la pauten ni regla que la mida, y la vamos explorando en los rasgos que nos definen para así conocernos mejor y querernos más.

Mientras tanto, la pienso y detallo mentalmente su imagen. A ese fin me tiendo boca arriba suspendido sobre mi catre metálico mirando sin apremio al vacío del techo pintado de blanco donde trazo imágenes dulces de lo que ha sido nuestro fortuito encuentro de residentes que se compensan como palmar y brisa.

Flotando plácido en el algodón del nimbo de un tiempo sin tiempo de enamorado perdido que me conforta, puedo tantear una inquietud interior que me recorre, que se dilata por los costados de mi tórax y se introduce por entre mis costillas mientras por la ventana de mi aposento, en esta casa colgada en la repisa de una loma rocosa, sopla tierna una corriente de aire que procede del norte, baja rauda al sur y viene de vuelta luego de pasearse por el abra donde se asienta la galana ciudad colonial, penetrando acariciante en mi habitación y haciendo más placentero el momento cuando escucho que remece las espigas doradas de un amor que se fortalece en su ilusión naciente.

Y aquí, donde estoy, ni béisbol de caimaneras juego. Ni para calentar el brazo encuentro con quién en el vecindario. Ni trasladé conmigo mis aperos. Siquiera mi guante surcado el cuero por las cicatrices que demuestran la data de mi alborozada afición, me traje en este viaje de estudios.

Entonces por ocio me obligo a buscar distracción en el dial con música sosegadora de mi inquietud por cuanto desvía mi atención hacia la audición de canciones de moda que una emisora va difundiendo al aire.

Viejo mi querido viejo / ahora ya camina lerdo / como perdonando el viento / yo soy tu sangre mi viejo… soy tu silencio, soy  tu tiempo.

En esta escucha me encuentro y la tristona letra remueve mi espíritu al recordar la desdicha de mi padre, todavía entero, quien muere lentamente por una enfermedad incurable que abruma cada minuto de su existir.

Mientras tanto -paralelos de la vida, amanecer de un lado y ocaso del otro- yo ando con mis cinco sentidos puestos en mi propio sendero. Es otro el afán que ocupa cada instante de mi tiempo. Y me digo que el afecto filial puede ser indolente, dado que es la simpatía de esta muchacha el tema que moviliza mi voluntad, también la independencia que la irradia y la llena.

De los motivos que la han llevado a mi encuentro, no sé expresar un parecer. Presumo que quizá sea la complementariedad que descubrimos en el florecimiento de nuestra juventud cuando vamos en dúo cómplice a fiestas y ferias a las que nos invita el brumoso grupo de allegados de la casa. Es la libre andadura de dos jóvenes que al ligar temperamentos se alistan para emprender juntos la ruta.

Igualmente, imagino que procura mi presencia porque sabe que aun teniendo escasas monedas, de tiempo en tiempo las rastreo en mi cartera y la complazco con desayunos en un restaurante escondido adonde vamos felices, armonizados en la mutua compañía que nos regalamos durante los fines de semana.

Ella es ajena al mercantilismo afectivo de la chica habitual que presume asegurar su futuro engarzándose con un soñado Príncipe Azul que le depare abrillantado porvenir social y le prometa confort.

Conmigo la impulsa sólo el disfrute compartido por la libre juntura por fuera de las paredes de la casa que nos acoge, mientras lleno mi gusto interior al convidarla. Y es que yo juro que si en Barichara de niña me la hubiese hallado, la hubiera hecho anticipada dueña de mis tesoros…

Los viejos tangos con los que mi madre me arrullaba, mi lata de metras con todos sus bolones, el aroma de las flores del malabar del jardín de mi casa, mi cajón de juguetes, el retozo de mi perro Pardo, mi primera pelota de spalding, y el incondicional amor de mi familia buena

Mas su voz no emite ni un solo tono que exprese sus sentimientos. No se acostumbra entonces que la mujer tome la iniciativa, pero se comunica, sí, con sus ojos iluminados que no engañan, y yo, aferrándome al oasis que en el aura lleva y nos combina en afirmación de confianza que alienta nuestra alianza.

         ¡Ahh…, confianza!

Qué vital conocer la sustancia de la chica que se quiere y por pálpito descubrir que allí es donde el amor se aloja. Inmenso -tan abundante que rebosa la habitación que hacemos nuestra y se mete conmigo bajo la sábana- es el placer que obtengo al comprobar el valor de la mujer que amo sin que sea preciso pedirle documentos de identidad, un examen de química sanguínea o un certificado de virginidad que no preciso para nada.

Ha habido entera confianza entre ambos. Y es un macizo de fe entre dos unidos en el zodíaco y en la constancia de que somos almas transparentes como el día y estamos acoplados en apremiante querer, signo del cielo.

         Con los meses -horizontes que impone el destino- retorno al lugar de donde había venido. De ese modo, y alejado como estoy de su lar en la contundente realidad de los días que van pasando, dos veces me escribe para decirme sin decir que me quiere más cercano.

No respondo en reciprocidad, no por desgano, sino por creído. También porque a la sazón me apasiona mi labor de novel agrónomo deslumbrado frente a la cosecha de un ubérrimo labrantío. Y aunque mi inacción la haya  desilusionado, sé que la quiero más que firmamento a luna llena.

         Tardío atiendo su reproche epistolar y decido viajar a su encuentro, pero la hallo ausente. Está en otro lugar y su mirada me esquiva.

Mi novia virtual en el clásico sentido del término, mi adorado amor juvenil, esa tarde de domingo y de nuestro reencuentro, deshizo su fe en mí cuando sin misericordia me dijo: “perdóname y pégame si quieres, pero es que tengo un compromiso”.

Y yo sentí que el tropel de una cabalgata me arrollaba.

 

 







 

Manuel Bermúdez ©Caracas, 2010.
 
 
 
 
 



 

Una romántica vida.
 
Esta es la historia de Gustav Schilick, un hombre ahora reducido a un casi hombre: temeroso, sin honra, fugitivo y finalmente metido a patriota a la fuerza y por motivos totalmente ajenos a la guerra…
La vida de Gustav, que antes era despreocupada, comenzó a complicarse cuando, en una de esas tantas kermes a las que asistía por diversión –con el sólo fin de seducir mujeres- conoció a Frau Hagaar. Nuestro hombre era todo un dandi, bon vivant y galante, que gracias a una pequeña fortuna en chelines heredada de una tía abuela, podía darse el lujo de frecuentar los mejores salones y alternar con bohemios y burgueses como él, que vivían de sus negocios y heredades. Así, Gustav joven; con algo de dinero, bien trajeado, con una mediana cultura, destacaba entre sus pares y sin ser hermoso gozaba de harta aceptación entre  las damas.
Cuando conoció a Frau Hagaar y como era ya su costumbre, decidió obtenerla como uno más de sus muchas seducciones: bailarinas, cantantes de ópera, viudas y hasta se cuenta que una novicia… La verdad es que la dama no le fue indiferente y las cosas surgieron poco a poco. En ausencia del marido viajante, un renombrado banquero que por casualidad mantenía en sus arcas los bienes de Gustav, los encuentros se hicieron frecuentes: una vez en el Prater, o en una velada benéfica;  otra en el café Griensteidl, o un paseo al bosque para retozar eróticamente en el prado. A veces paseando castamente en  coche; otras no tan santas, dando vueltas por las callejuelas  de la ciudad, mientras dentro del carruaje ocurría el desenfreno.
Con el correr de los meses,  los amantes pasaron a constituirse prácticamente y sin el menor recato en pareja. Se olvidaron los encuentros a escondidas y se veían frecuentemente en el pequeño apartamento que poseía Gustav retirado del centro de Viena… Durante siete meses, fueron dichosos hasta que las comidillas llegaron a oídos de Herr Hagaar. Valido de su posición, se agenció un oficial policíaco quien en poco tiempo puso al cornudo al corriente de su deshonrosa situación.
A todas estas y para lavar su honor, Herr Hagaar envió una misiva que tomó de sorpresa a Gustav: ¡ un reto a duelo!  Aunque tal práctica estaba prohibida, seguía siendo costumbre entre los caballeros… Nuestro protagonista fue convocado una fría madrugada, a batirse con el ultrajado marido. Esta vez la suerte abandonó al ofensor y aunque no murió en la finta, salió herido de un pistoletazo por su diestro contrincante. Apropiadamente llegó la autoridad y sin saberse por cuál causa, sólo el herido fue apresado... Ya en el calabozo, Gustav captó el doblez de todo el asunto; el caballero Hagaar había dispuesto todo para errar el tiro, hacerlo encarcelar y además de humillarlo, estarle  en deuda por su vida.
Como parece ser, las cosas malhadadas vienen juntas; ya para ese entonces en toda Europa y especialmente en Viena se vivía un clima enrarecido, con presagios de guerra. El gran imperio se debilitaba y no sabríamos si para su fortuna o desdicha, Gustav se vio envuelto en una guerra iniciada también, por un furtivo pistoletazo… Evadiendo juicio y castigo cambió condena por tropa. Se alistó y helo aquí en esta inmunda trinchera; con una bayoneta al hombro, sin dormir,  mal comido, peor apertrechado y aterido de frío, esperando la orden de atacar al enemigo que a estas alturas ya no sabe si es gabacho: zarista, hijo de Albión, o de la puta madre, que para el caso da lo mismo y quien, desde la otra trinchera bombardea día y noche despiadadamente.
Dos veces salió Gustav con su batallón, dos veces regresó malherido.  Finalmente, cuando una bayoneta le atravesó el pecho, tirado en aquel sangriento lodazal,  tuvo en un instante de aliento  la visión de girar con una deliciosa criatura en un lejano baile, allá en su amada ciudad donde tan placenteramente vivió.
 
América Ratto-Ciarlo. CCS, febrero 2012










Las gotas de lluvia caían pesadamente sobre la tarde somnolienta. La gente envueltas en sus sobretodos o cubriéndose con sus paraguas pasaban indolentes… con prisa… como si tuvieran urgencia de llegar a alguna parte…Los árboles se desmayaban bajo el peso de las gotas de lluvia… uno que otro pájaro atravesaba raudo el paisaje. Parecía un día como los demás… pero no era así. Yo me sentía triste… Era una tristeza rara… Algo que no podía comprender… Pero existía…Tenía que existir... ¿Por qué ?…No lo sé… Había caminado casi toda la ciudad… El cansancio y la lluvia me dominaban. Pero… tenía que seguir… ¿A dónde?... a cualquier parte… No lo sé… Tenía que seguir… seguir… Siempre seguir…

Mi día había comenzado a las primeras horas de la mañana… Al salir del cuarto donde vivo me dije:

- Hoy tienes que vivir otro día. Pero otro día que no sea como el anterior… Tienes que hacer algo distinto…

¡Algo distinto! ¿Pero qué?... no era tan fácil para un hombre como yo, hacer algo distinto… ¿Es hacer algo distinto, el deambular de un lado a otro, por toda la ciudad con un billete de lotería en la mano? Eran las siete de la noche y tenía todavía el mismo billete de lotería en la mano, que había salido conmigo tres veces de la misma casa. Tres veces con la misma persona. Nadie lo quería… Ni yo lo quería… Ya pesaba sobre mi mano como una maldición… ¿Por qué la gente no lo compraba? ¿Qué tenía de malo aquel billete? Podría, tal vez, salir como un premio gordo… Pero la vida es así… A lo mejor yo tenía en la mano un millón y ni siquiera lo sabía… Y seguía caminando… Caminar… caminar…

-El 5013… El 5013… Mire… Señor…Mire… ¿No quiere usted el número de la suerte?

Ni siquiera me miraban… Pasaban delante de mí con cierto aire de superioridad que me humillaba… No podían fijarse en un pobre billetero… No… No tenían tiempo… Ellos llevaban prisa… No podían detenerse… No podían perder su tiempo con un pobre tipo…

- El 5013… El 5013 para hoy... Lleve usted el número de la suerte… El 5013, con el primer premio… el 5013… el 5013…

Ya me pesaban hasta las palabras que no querían salir con fuerza. Tengo hambre… Tengo frío… ¿Pero a quién puede importarle esto?... Nadie quiere saber de las tristezas de los demás… No les interesa… Sólo yo tengo que cargar con mis problemas… Como si no tuviera suficientes… Hambre… Frío… Falto de amigos… de dinero… de hogar… Esto era lo más triste… ni un hogar tenía… Sólo la ropa que llevaba puesta era mía… y eso de casualidad… me la habían regalado.

- ¿Por qué tendré yo tan mala suerte? Parece que cuando la mandaron al mundo, toda la pusieron sobre mis hombros…

Eso era lo único que tenía…Mala suerte… Hasta con las mujeres… Ahora la recuerdo… Era una muchacha de mi misma condición… ¡Juliana! La hija de la cocinera Don Antonio.. Ya me estaba queriendo… Creo que me quiso… Si… Me quiso… Estoy seguro… Pero como siempre yo con mi mala suerte… Le pedí que se casara conmigo… que juntos nos ayudaríamos… Y ella aceptó… Pero de pronto surgió Toñito… Toñito… ¡Mal rayo lo parta! El muy… Había llegado de los Estados Unidos… Era el niño… El niño que regresaba graduado… Dinero… Automóvil… Tenía todo lo que yo no podía ofrecerle… Y ella me amaba… ¡Me amaba!... Que ironía…

- Perdóname, pero me voy con el niño Toñito… El me ha prometido que se casará conmigo, y además va a ponerme a vivir en un gran apartamento.

¡Casarse contigo! Ese lo que quería era… Bueno… Y se la llevó… Y hubiera querido matarlos… Pero… ¿Que podía hacer un pobre pelagatos como yo contra el hijo de un ricacho? Y se llevó lo que yo más quise en el mundo…
Después… No hubo apartamento, ni dinero, ni nada de lo que le prometió. Todo se lo llevó el viento. Las palabras… el amor… el dinero… ¿Y ahora?
Ahora estás peor que yo… Creo que hasta el nombre lo perdiste… ¡Juliana! Ahora atiendes por el primer nombre que te pongan… Maria… Rosa… Flor de Té… Cualquiera… para el caso es igual… y tú eres como tú nombre… Cualquiera.

- El 5013… El 5013… El número de la suerte para hoy… cómprelo… Se juega hoy… Gánese el millón con el 5013… el 5013

Y esta maldita lluvia que no termina nunca… Hasta la soledad de las calles la hace más pesada… Si yo tuviera a alguien… Aunque fuera un perro... Pero ni eso tengo… Hay que seguir… Seguir siempre… No importa donde… Seguir… seguir… Si sólo terminara de llover…Ya la suela de mis zapatos se quedó en la lluvia… La maldita lluvia que seguirá comiéndose todo… hasta que se coma mi alma… Ya no puedo dar un paso más… El cansancio y la lluvia me dominan…

- El 5013… El 5013…

Ya no tengo ni voz… Me rindo… Sí… Me ganaste la partida… Sigue cayendo hasta que puedas ahogarme... Y pensar que hoy tenía que hacerme un día distinto… Y tengo lo mismo que ayer… Hambre… Cansancio… Soledad… Vacío… Tengo que volver a casa… Tengo que volver… Con estos diez centavos que tenía para el cafecito tomaré ese bus… Sí… Tengo que hacerlo… No puedo volver andando… Tengo que tomar ese bus… Voy a atravesar la calle ahora que no viene ningún carro… Ahora…

-¡Cuidado!

El billete rodó… Se soltó de la mano y se fue flotando en un pequeño charco
que se lo llevó… La lluvia se lo había comido… Como a mí y a mi día distinto… Ahí quedó todo… Entre la lluvia y las ruedas de un automóvil…
Había logrado un día distinto…


Freddy Salazar

© Caracas, julio 1976
 

Su Señoría, permita usted que mi defendida haga un último alegato por su causa, antes de dictar sentencia. No es lo usual, pero le concederé unos minutos: ¿Señora, qué tiene usted que decirnos?

Verá usted su Señoría y señores integrantes del jurado. No pido clemencia, sólo deseo expresar aquí los motivos que me llevaron a cometer tan abominable crimen…

Me casé siendo muy joven, siguiendo los consejos de mi señora madre: búscate un marido, serio, responsable, trabajador, de su casa. ¡Mi pobre madre nunca pensó que ese fue el peor consejo que me ha podido dar! Así creyendo haberlo encontrado, desposé -joven, enamorada y tonta- al que fue mi marido por varios años. Doce largos años en los cuales compartí el peor de los suplicios. Lo más insensato que puede hacer una mujer ante el altar, son votos de eternidad con este tipo de individuos.

Los síntomas de mi marido se hicieron visibles a los pocos meses de casados: lacónico, de pocas risas y divertimentos. Indiferente ante cualquier intento lúdico o licencioso de mi parte. Para él una “salida” significaba acompañarme al automercado a hacer las compras. Una “cena especial”, consistía en pedir pizza a domicilio. Finalmente –inocente yo- me percaté que mi marido pertenecía a la camada de hombres que no poseen ninguna graciecita ni inventiva. Son perdidamente rutinarios y desaboríos de nacimiento. Infiero que debe ser una tara genética, ya que el asunto no tiene cura y se incrementa con el correr de los años, como es de esperarse. O sea que mi esposo era un adelantado a su época senil. Paradójicamente, resulta que hasta motivo de envidia era yo entre mis amigas casadas, que no habían corrido con la “suerte” de tener un marido “tan casero”.

Yo me iba transformando en un ser anodino, sin ganas de vivir, sumisa y dependiente. ¡Mis mejores años carcomidos por el tedio! Él entre tanto, no hacía nada por introducir ideas innovadoras que aliviaran la carga matrimonial, ni sacarme de mi aletargamiento. Fíjese usted, su Señoría, que las actividades diarias de mi marido estaban rigurosamente planificadas de por vida: de la casa al trabajo y viceversa, se servían siempre los mismos platos -él era incapaz de testar un nuevo sabor- así como también su desempeño sexual: tal día, a tal hora, en tales condiciones y tal cantidad de veces al mes.

Así transcurría mi mísera y desesperada existencia. Era la envidia de mis amigas –como ya lo dije- y yo las envidiaba a ellas. Las sentía vivas, alegres o sufrientes, con retos que superar. Lo que me hizo deducir que a pesar de los pesares, es más enriquecedor convivir con un hombre imprevisible. Quizá más riesgoso, pero la vida es riesgo y reto. ¡Lo que me faltaba a mi y necesitaba urgentemente! Infería que mis amigas tenían más ventajas que yo, pues en caso de querer divorciarse de algunos de esos disolutos que les había tocado en suerte, podrían argumentar que el esposo le salió borracho, o parrandero, o mujeriego, o jugador. Cualesquiera de esas causales son aceptadas por el código civil y por nuestra sociedad para acabar con el sagrado vínculo. En cambio yo estaba angustiada, perdida; la causal "marido aburrido" no es motivo de divorcio ¡aunque debería serlo!, así que al tener todas en contra, no me quedó mas certidumbre que la viudez.

Es todo lo que tengo que decir, su Señoría…


América Ratto-Ciarlo ©Caracas, julio 2008

 



Episodio basado en el desastre del Sesostris, durante la Segunda Guerra Mundial

Corría el año 1939 y había estallado ya la Segunda Guerra Mundial. Yo formaba parte de la tripulación del buque “Sesostris”, como Oficial de Máquinas. Nuestro vapor, a pesar del reciente conflicto bélico, desafiaba el peligro que significaba surcar un océano infectado de submarinos aliados, cargando y descargando mercancía en los puertos registrados en agenda.
Una vez navegábamos por el Caribe, justamente muy cerca de las costas venezolanas, con nuestro cargamento de asfalto, madera, cacao y café, cuando comenzaron a asediarnos los barcos ingleses y franceses, como si fueran piratas. Temían que hubiésemos asistido a naves enemigas. Todas estas dificultades, en circunstancias tan peligrosas, entorpecieron nuestro trabajo y pensar en regresar a Alemania se hizo imposible. Tuvimos información de que seis barcos italianos se encontraban en la misma situación que nosotros. Entonces nuestro capitán, al igual que lo hicieron los de las naves italianas, solicitó refugio en Venezuela por tratarse de un país neutral. Tal petición fue aceptada por el gobierno de turno, con instrucciones precisas de seguir rumbo hacia Puerto Cabello, región ubicada en la costa central de Venezuela.
Dadas las particulares circunstancias de nuestra llegada al puerto, nuestra adaptación al lugar no resultó fácil. Había problemas de toda índole. Las noticias de los avances enemigos nos inquietaban y nuestras victorias nos animaban. Me sentía muy angustiado al no tener noticias inmediatas de mi familia. El dinero comenzó a escasear: no teníamos manera de obtener nuestro sueldo. Fueron momentos muy difíciles para la tripulación del Sesostris. Providencialmente el gobierno venezolano, en un gesto de solidaridad, se comprometió a pagar la remuneración de los oficiales y subalternos, mientras estuviéramos en calidad de refugiados. Esta actitud del gobierno venezolano fue celebrada con júbilo por nosotros.
Nuestra suerte aumentó, gracias a Dios, con la recepción que nos hizo la colonia alemana en Puerto Cabello, cuando atracamos en el puerto. Muchos de nuestros compatriotas eran prósperos comerciantes, y nos ofrecieron su ayuda para cualquier cosa que necesitáramos.
El tiempo fue pasando, y mientras tanto, yo realizaba pocas actividades profesionales a bordo. Me dediqué a la talla de la madera y a la elaboración de barcos célebres, hobby que, al igual que a mis compañeros, me llevaba buena parte de un tiempo forzosamente libre.
Aunque echaba de menos Hamburgo y, sobre todo a mi familia, poco a poco me fui acostumbrando a mi nueva vida. Puerto Cabello era una ciudad acogedora, y su gente, increíblemente cálida. Hice amigos y conocí algunas chicas con quienes ocasionalmente salí al cine o a un concierto. Otras veces me reunía con mis compañeros para tomarnos unas cervezas, o también perdernos por las callejuelas de la ciudad en busca de placer.
Pasaron entonces casi dos años, en medio de las vicisitudes de la guerra, hasta que un buen día el destino quiso que conociera a Gertrudis. Sucedió una tarde, cuando visité el Club Unión. Había sabido por uno de mis compañeros que se organizaba un bazar navideño, y existía la posibilidad de vender nuestras artesanías durante el evento. Entonces, sin dudarlo, tomé una muestra de mi trabajo y me dirigí a la oficina administrativa del club. Me recibió una bellísima chica. Era la Administradora del club. Me dirigí a ella diciéndole, mientras le extendía la mano:
-Buenas tardes, señorita, soy Klaus Leihnert, Oficial de Operaciones del vapor Sesostris. Mis compañeros de a bordo me informaron que pronto se celebrará un bazar navideño. Vengo a informarme si existe la posibilidad de vender en él algunos trabajos de artesanía que hacemos en el barco.
- Mucho gusto,- respondió - mi nombre es Gertrudis Mandel. Tome asiento, por favor.
Me informó que el club abría sus puertas a todas aquellas personas que desearan presentar artesanías y venderlas en el bazar. Luego, me preguntó si había llevado alguna de las mías, y le entregué un timón que había llevado como muestra.
- ¡Qué talla tan linda! –Exclamó sorprendida.
- Gracias, señorita.
- Llámame Gertrudis, Klaus, por favor.
- Está bien, Gertrudis – dije algo nervioso - a bordo tengo otras maquetas y tallas que también le puedo traer para que las vea en otra oportunidad -. Le dije que mis compañeros tenían trabajos similares, y ella me animó a invitarlos a participar en el bazar navideño. Acordamos que mi propia entrega la haría al día siguiente. Como ya finalizaba sus labores, la invité a tomar un helado en la terraza del club. Me contó que su padre era alemán y su madre venezolana; él comerciante y ella, maestra. Me dijo, además, que había estudiado comercio en un instituto local, y que, desde hacía un año, trabajaba en el Club Unión. Nuestra conversación se extendió hasta casi entrada la noche. Luego nos despedimos. Pero me prometí volver a verla.
La organización del bazar sirvió de excusa para encontrarnos con frecuencia. Y luego también, pues la venta de las artesanías fue un éxito. Compartimos almuerzos y cenas en el club. Con frecuencia íbamos a la playa, al cine, a algún concierto; en fin, nos divertíamos, a pesar de los nubarrones de la guerra. Como era de esperar, Gertrudis y yo nos hicimos novios. Nos gustaba leer y escuchar música clásica. Además de intercambiar libros, canjeábamos también clases de alemán por español.
Un día que nos bañábamos en la playa, ante la fogosidad de nuestros encuentros, cada vez más apasionados, le propuse matrimonio. Yo ignoraba, dada nuestra situación de refugiados, cuándo se produciría el regreso a Alemania; por eso quizás, deseaba casarme pronto con ella. Además, estaba muy seguro de mi amor por Gertrudis. Así que le propuse matrimonio un día en la playa. Al principio ella me dijo que casarnos en ese momento resultaba un poco apresurado, pero la convencí de que mi amor por ella no disminuiría nunca, y como ella también estaba muy enamorada de mí, al fin aceptó. Así que ese día, sin más dilación, fijamos la boda para los primeros días de enero del año siguiente. Con la ilusión de formar pronto mi propia familia, mi tristeza disminuyó durante las fiestas de fin de año al recordar a los míos en Hamburgo. Mi novia y yo esperábamos ansiosos el Año Nuevo.
Nos casamos, como acordamos, a principios de 1941. Nunca vi una novia más linda que la mía. Debido a los tiempos que corrían, sólo hubo una celebración muy íntima. Ambos éramos demasiado afines como para poner en duda la felicidad que nos esperaba. Nuestra compatibilidad de pareja fue total. Siempre nos sobró la pasión a la hora de la entrega mutua: cálida, hermosa, sin reservas. Y, sobre todo, constantemente renovada.
Una tarde paseábamos por la playa, y observábamos a lo lejos los barcos atracados en el muelle del puerto. En el Sesostris ondeaba la bandera alemana con la esvástica.
Abracé entonces a Gertrudis y le dije emocionado que pronto, cuando terminara la guerra, nos iríamos para Alemania los dos solitos. Al escuchar mis palabras, me dijo que ir los dos solos era imposible, pues ya éramos tres. Mi alegría no tuvo límites y la zarandeé en el aire, mientras giraba como loco. La cubrí de besos y arena.
Una noche nos encontrábamos cenando mi mujer y yo en casa, cuando llegó Reiner Schmidt, un colega. Lucía agitado. Nos dijo que el Capitán Ziegler, había convocado a la tripulación a una reunión urgente esa misma noche, a bordo del Sesostris. Así que debíamos apurarnos. Mi mujer me miró alarmada. Traté de calmarla, recordándole su estado, y le aseguré que estaría de regreso lo más pronto posible. Pero ella, haciendo caso omiso de mis palabras, estalló en llanto pidiéndome, mientras me abrazaba con fuerza, que no me fuera.
Entonces la separé con suavidad, mientras le decía con firmeza:
-No puedo, mi vida. Lo sabes bien: órdenes son órdenes.
Cuando el Capitán Ziegler entró a la Sala de Conferencias, se dirigió a nosotros con voz clara y firme, mientras los músculos de la mandíbula se le dibujaban bajo la piel. Nos informó que el día anterior, 29 de marzo, el presidente de los Estados Unidos, F. D. Roosevelt, había dado una declaración, por la que se ordenaba incautar todos los barcos italianos y alemanes que se encontraban refugiados en puertos norteamericanos. México y Canadá habían tomado la misma determinación.
- Por esta razón el Alto Mando Alemán – dijo firmemente y sin vacilaciones – ha dado órdenes precisas de planificar y coordinar el incendio y el hundimiento del Sesostris para mañana mismo.
A estas palabras siguió un silencio escalofriante. Todos transpirábamos. Nadie se movía. Observé los rostros congestionados de mis compañeros. No podía creer lo que estaba escuchando. La cabeza me estallaba.
Varios equipos formados por ingenieros navales, mecánicos, electricistas y buzos iniciamos las operaciones destinadas al hundimiento del Sesostris. Limpiamos el barco, sacamos la documentación y redujimos a cero las reservas de combustible. Las últimas serían: abrir las válvulas de fondo y prenderle fuego al barco para, finalmente, abandonarlo. Traté de controlar al máximo mis emociones, mientras me dirigía hacia el lugar donde se encontraban las válvulas de fondo. Terminaba ya de abrir la primera, cuando experimenté una fuerte sacudida. Un dolor intenso me recorrió el cuerpo, paralizándome. Caí al suelo. En ese mismo instante me invadió una gran confusión: escuché ruidos extraños; recordé momentos de mi vida; vi a mis padres, a mi mujer y a mi hijo. Luego, sentí una profunda tristeza, sentimiento que, paulatinamente, fue transformándose en una indescriptible felicidad. Entonces empecé a elevarme, a elevarme; y mientras atravesaba billones de estrellas, observé a mis pies, un hermoso y pacífico mundo sin fronteras.

Desperté con el ruido de fuertes golpes. Desguazaban el buque para luego remolcarlo a Isla Larga, cerca de Puerto Cabello. Desde entonces, vivo allí, en las profundidades del Mar Caribe, donde velo por los restos del Sesostris, que, todavía, asoma su popa engastada de corales en una suerte de saludo al mundo. Cuido de la flora y la fauna marina que me rodea; mantengo vivo el recuerdo de aquella hermosa mujer que un día me hizo tan feliz, y protejo a los submarinistas y a los pescadores que me visitan, entre quienes, tal vez, se encuentre sembrada mi propia simiente.

MYRIAM PAUL GALINDO/ Caracas 2008

Cuento finalista en el V Certamen Literario de Pepe Fuera de Borda 2008. Buenos Aires, Argentina.


Su ubicación era ventajosa, su espalda reposaba lánguidamente en el ángulo protector de aquellas paredes, que se avenía perfectamente para ver u oír lo que ocurriese en cualquier momento si es que se daba el insólito caso que le interesara. Una ventana dejaba pasar una cambiante luz, que se desperezaba según el día. La mesa de envejecida caoba, soportaba una andanada de libros, papeles escritos y otros sin mucho que contar se aunaban a los azules, negros y verdes, de los lápices y resaltadores de algunas frases más o menos importantes. Notaba el ir y venir incansable de los demás. ¡Cuánta energía derrochada! Como si la premura fuera una meta insoslayable.

En ese momento muy pocas cosas le interesaban. En sus manos se percibía el único acto del que era capaz de realizar; jugueteaba una y otra vez con el extremo derecho del pañuelo como buscando exorcizar un alargado recuerdo. ¿Por qué se sentía así? No lo sabía con exactitud. Veía en sus actos una repetición perversa y se decidió por la inamovilidad, al menos esto sería algo diferente. Lo más antipático de los días era soportarlos, y saber qué hacer con ellos le resultaba agotador. Comenzaba a regodearse en su elección tan objetiva, cuando su vista recayó sobre una araña, quien con irritante diligencia, era incansable en su trabajo. Se deslizaba con una seguridad exasperante por su camino trazado desde extremo inferior de la ventana, a un jarrón de cerámica con flores envejecidas, las cuales también soportaba la misma mesa. Y vuelta una y otra vez la tenaz acción sin importarle quien la observaba.

Le asaltó un pensamiento ¿Y si le interrumpía el camino? ¿Cómo podía perpetuarse en ese movimiento la indignante araña? La seguridad que un ligero esfuerzo de su parte podía acabar con tanta laboriosidad, le hizo sonreír malsanamente. Rápidamente apartó de su mente aquel trance de heroicidad y dejando caer los párpados, retomó el jugueteo con la esquina del pañuelo. La ventana se fue desdibujando y al mismo tiempo iban desapareciendo la mesa, los libros, papeles, lápices, marcadores, el jarrón con flores envejecidas y el arácnido impertinente.

Cate Capriles
© Caracas 22-10-2000
Traducido al Portugués (Brazil)




UNOEra una noche tranquila. Paso a paso, en el garaje, había cargado todo en el auto. Tratando que no se vieran ropas o bolsos. El baúl lleno. En el asiento de atrás y en el piso más bolsas. Lo había charlado con mi mujer a fin de disimular que llevábamos bolsos.
Inclusive era el final, ya que en la semana había ido en un viaje llevando unos bolsos y provisiones al barco. Cuantas medidas de prevención para evitar, en esta época de inseguridad, despertar la codicia de aquellos que estaban en el robo. Todo ordenado y bajo control. Total, los chicos iban medios dormidos en el asiento. Un viaje rápido, con los vidrios subidos, mirando atentamente en cada calle adonde hasta atravesábamos con cuidado los semáforos en rojo con tal de no detenernos. Por evitar un asalto a ver si terminábamos en un accidente. Ya no sabemos que es mejor o peor.
A las 21 horas arribamos al club. Antes que nada lleve a Mariel y Agustín nuestros hijos de 8 y 6 años a sus cuchetas. No fue fácil con el rocío subir por la proa del barco. Sin embargo luego de abordarlo, abrirlo y acomodar sus frazadas los tome en brazos y desde el auto hicimos un rápido viaje para que ellos adormilados siguieran durmiendo placidamente ahora en la proa del Pachan.
Analía me acompaño con los bolsos y bolsitas de supermercado. Parecería que uno no pudiera hacer un viaje en barco sin tener la compañía de algún súper que momento a momento le recuerda su presencia. Mi suegro, el padre de mi mujer, decía que algo que extrañaba de su náutica era las bolsas sin membrete. Las de papel simplemente en las que el almacenero metía una u otra cosa y listo. Pero el viejo no contaba cuantas veces se le rompieron las bolsas por la sola transpiración de su mano. Eso con las de plástico no pasa. A cambio debo ver tu multinacional nombre cada vez que te tome en mis manos diría don Adolfo, mi suegro. Subimos al barco todas las bolsas y las amarinamos. Analía y yo nos acomodamos cada uno en una cucheta de la cabina. Pronto estuvimos durmiendo.


DOS
A las 4 sonó la alarma de mi reloj de pulsera. Le dije a Analía "Quedate... yo me arreglo. Seguí durmiendo...". Me vestí, puse a mano el GPS y la carta y quitando la toldilla previamente, solté las amarras mientras el sereno del club me despedía con la mano desde el muelle. Una taza de café con leche humeante que apareció por la escotilla de la mano de Analia como una ofrenda me acompañaba con sus vapores. Analía apago la luz de la cabina y siguió durmiendo. Los chicos igual. Yo encaré el Lujan hacia San Isidro.
Al poco tiempo, una a una las boyas del canal costanero. Ya para las 7 de la mañana estaba dejando atrás al Marciano y encarando el cruce. El agua tranquila. Una linda brisa del Noroeste me daba bastante bien para mantener el rumbo obligado: 90°. Ojalá esto se mantuviera. El Pachan navegaba tranquilo.
Lo que si me tenía loco era el enrollador. Se lo había comprado a un tal Pelayo. Que cagada. Tenía rulemanes de fierro. Se me trababa. Ahora y en plena crisis había alguien fabricando unos de torlon. Habíamos estados hablando con Analía de cambiarlo. Cuantas privaciones para volcarlas a la náutica. Nuestros ahorros en el corralito y algo habíamos logrado retirar y convertir en dólares en esa obsesiva manía Argentina de ver todo verde.
Cuando volviéramos lo veríamos. Aunque... que era lo que veríamos cuando volviéramos. Nos estábamos tomando un fin de semana en Colonia con los chicos. Era cuestión de escapar para volver. Las bolsas del súper marcan que no es bueno el cambio. El cambio de dinero. Uruguay esta caro para nosotros. Sin embargo vamos para allá. Es tan lindo...
Miré hacia la cabina. La escotilla seguía cerrada. Analía con sus 38 años descansaba aun para afrontar a nuestros niños. Llevábamos 12 años de casados. Aún mantenía Analía despierta la pasión y el erotismo. Por eso los chicos a proa. No sé si lo dijese Joan Manuel Serrat pero yo tarareaba "una mujer deseable en la cabina..." mientras iba controlando el curso con el GPS. Vamos ... vientito... Colonia nos espera.


TRES
Los chicos juegan en el cockpit. Están acostumbrados a las escotas y a no enredarse con ellas. Hemos pasado la isla San Gabriel. Estamos entrando por el norte porque el agua nos da. Encaro el puerto deportivo y fondeo tomándome de una boya. Nos quedamos al borneo. Total bajaremos y subiremos con nuestro pequeño bote inflable. Son, cuando terminamos con la maniobra, las 14 horas. Quieras que no quieras es razonable el viaje. Y placentero.
Comemos algo a bordo y bajamos dejando el barco al cuidado del viento norte que se empeña en pegar y pegar con la ola.
Caminamos por el muelle de madera. Analía propone dar un paseo por el muelle de piedra antes de ir a dejar el rol a prefectura. Vamos con los chicos que se detienen a ver a los pescadores insistentes en su lanzamiento y espera de la ofrenda del río que no viene. Recuerdo una vez que fuimos con Jorge un amigo a pescar en el bote frente al mirador adonde termina la calle Flores. Rubén que regente el servicio de botes nos dio un tarro con maíz fermentado para pescar. Volvimos con un Patí mediano y huyendo del olor a podredumbre del maíz que nos persiguió durante varios días como si se hubiera impregnado a la superficie del auxiliar y de nuestra piel.
Estamos regresando desde la punta del muelle de piedra hacia el club de Yatching y Pesca cuando me llama la atención una mujer. Esta con un grupo de hombres que no conozco. Son todos de un barco o al menos bajan todos de un barco. Están saliendo de paseo como lo hicimos nosotros. Parece por su conversación. Nadie repara en nosotros. Hasta que pasamos frente a ellos y la mujer me mira de una manera sugestiva imposible de no tener en cuenta. Transpiro. No estoy acostumbrado. Analía a mi lado sigue hablando de las tareas que tendrá al regresar el lunes a su cargo de directora de escuela. Los chicos corren. Los hombres del grupo al cual esta mujer pertenece están haciendo bromas entre ellos. Solo una mirada. Profunda. Indiscutible. Ella es bella. Muy formada. Unos cuarenta y cinco años muy bien puestos y mantenidos. Se ve un cuerpo mantenido con gimnasio. Aún bajo su camisa y pantalones negros. Camina casi junto a nosotros y vuelve a mirarme de la misma manera. Una mirada invitante, profunda, intima. Analía sigue mirando los pescadores mientras ..." y la maestrita esa nueva nos va a traer problemas a pesar de sus buenas intenciones...". Yo devuelvo la mirada mientras cabeceo suavemente. La mujer de negro me hace un guiño y camina más rápido junto a los hombres con los que descendió del barco. Todos nos sobrepasan porque Analía se puso a esperar a Mariel que se ha quedado mirando como un pescador retira un Bagre que mordió su anzuelo.


CUATRORecorremos la ciudad de Colonia. Siempre lo mismo e igualmente muy hermosa. La ciudad Vieja, sus calles adoquinadas y finalmente un paseo por Flores hasta la Antel desde donde llamamos a la mama de Analía para decirle que llegamos bien y que volveremos mañana ya que saldremos por la mañana a primera hora para San Isidro. Luego el regreso mirando vidrieras. Muchas vacías como en Buenos Aires. Finalmente un helado para los chicos (ni que fuera de Freddo en Paris lo que me costo cada helado). Volvemos a encontrar al grupo de hombres con la mujer de negro que también están tomando helados. Sin que los demás reparen nuevamente ella me mira de manera sugestiva. Yo sonreí a la empleada que llena los cucuruchos y giro la cabeza manteniendo la sonrisa y compartiendo con ella ese momento. Ella recibe mi sonrisa y hace un signo de asentimiento con la cabeza. No sentamos afuera de la heladería. El grupo del otro barco se va por una de las puertas. No puedo dejar de mirar el cuerpo impecable de la dama que se va junto a su grupo.
Regresamos al barco caminando suavemente por la bajada que pasa frente al viejo cuartel de prefectura. Llegamos al muelle de madera y remando abordamos nuestro barco.
Dejo el auxiliar flotando y amarrado en la popa con un cabo largo para que no golpee contra el barco y se defienda del norte que ha amainado bastante. Paso a paso va cayendo la noche y vamos replegándonos en la cabina. El Pachan es un barco noble para navegar u habitar. De plástico. 30 pies cómodos. Es un barco de crucero. Cenamos arroz con pollo. El pollo lo trajimos en la conservadora y lo que sobro se integro al menú. Analía no desperdicia nada. Todo sirve y se utiliza. Los chicos juegan ahora en su camarote de proa. Nosotros escuchamos radio y seguimos conversando sobre como vimos la ciudad. Que cambios con relación al año pasado. Como vive la gente estas visitas de pobres navegantes ricos.
Los chicos que se han despertado a las 8 de la mañana caen dormidos ya a las 21 horas mas o menos y nosotros nos ubicamos cada uno en su cucheta y apagamos la luz cerca de las 22.
Si no duermo bien no timoneo bien. Mi mujer lo sabe y me ayuda. Es parte de nuestro convenio. Ella estira la mano buscando la mía. En realidad busca mi visita en la cucheta amplia que usa ella. Le devuelvo el cariño y le digo "Me voy a levantar temprano..." ella me responde "Que duermas bien".
He colocado mi reloj para que suene a las 7 horas. Quiero salir temprano. Hidrografía, despachar y tirar el pequeño auxiliar en la cubierta dado que el tiempo es bueno en su pronóstico. Cierro los ojos y me duermo.
En un momento, no sé que tiempo ha transcurrido, siento que mi cobija se corre y me destapa parcialmente. Dormido abro los ojos y en la oscuridad veo algo que me deja petrificado. Desnuda junto a mi cucheta despojándose de su ultima prenda esta sonriente la mujer que hoy me encontré en el muelle y en la heladería. Voy a decir algo y me tapa la boca con una mano mientras señalando a Analía a quien veo dormir placidamente pone su dedo índice en sus labios en señal de silencio. En la sombra que la luz de la luna rompe en la cabina veo un cuerpo escultural. Mas que todo lo que imaginara bajo la blusa y el pantalón negro. Se acuesta en la cucheta mía y comienza a acariciarme primero suavemente y luego con pasión indescriptible. Yo aterrorizado miro en la cucheta de enfrente a Analía que sigue durmiendo placidamente. El terror va siendo reemplazado por el placer. Un gozo silencioso desemboca en un orgasmo como nunca he tenido con una mujer. Nunca fui puritano pero esto supera todo lo que experimente hasta el momento. Con novias, amigas, compañeras de oficina, novias de otros, con Analía. Terrible gozo. Por el gozo y el silencio de los dos gozadores.
Al terminar, me aterro. Que dirá mi mujer si despierta y me ve con esta desconocida en la cucheta de nuestro barco. Y los chicos están a dos metros. Es desesperante. Mi amante desconocida aún esta humedecida. Le siento en mi pierna que esta entre las suyas. Su pecho aun se agita. Cada vez mas suavemente pero no puedo dejar de sentirlo. Pasan los minutos y nos vamos calmando. En un momento siento que se desliza con suavidad de la cucheta y se pone de pie. Cruje una tabla... y el terror me invade. Analía gira inquieta. Dios mío ¡ si se despierta en este momento ! La desconocida me toma de la mano y con firmeza me hace sentarme en la cucheta y luego pararme. Me tira de la mano y me lleva desnudo hacia el cockpit. La sigo. Y las sensaciones se mezclan. Con la guía de su mano me obliga a saltar al agua. Queda en mi la visión de mi propio cuerpo duro en la cucheta con cara de felicidad y la caminata que con la dama de negro hicimos hasta su barco por sobre el agua. Una capacidad que nunca le había oído nombrar a la muerte.
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Pepe Fuera de Borda

© Argentina

 

Esta historia comenzó hace ya más de 300 años, en un pueblo llamado “Tranquilidad”, ya que en él todo el mundo era muy feliz, aunque eran muy humildes. Tranquilidad era un sitio muy encantador, por su clima templado, sus calles empedradas, sus casas sencillas pero hermosas y en cada una de sus calles siempre se podía percibir el suave olor de azahares.

En el pueblo existía una señora llamada Débora, la cual a pesar de que aún era joven (digamos, una señora madura), en su rostro ya existían arrugas, que no se sabe si producidas por la edad, o de tanto llorar, y las mismas se habían formado como causes para sus lágrimas.

Débora había perdido a toda a su familia en una terrible guerra, y en la misma había conocido al que un día fuese su esposo, pero este ya había muerto. A pesar de esto, Débora consiguió criar a sus tres hijas: Ana, Josefina y Elisa.

Ana era la mayor y era una persona muy amena y apacible.
Josefina era muy alegre, no paraba de reír…
Elisa… Elisa era especial, siempre soñaba con cosas que luego resultaban ser predicciones.

Como ocurrió una vez, que soñó que la iglesia se derrumbaba por causa de un terrible temblor, que todo había quedado destruido, y que sólo se había salvado la imagen de piedra de la Santísima Virgen de la Milagrosa. Al día siguiente ella le comunicó a todos lo de su sueño, pero nadie le prestó atención (hecho lamentable por demás) porque el sueño de Elisa se hizo realidad, 104 personas murieron ese día, toda la iglesia se destruyó y sólo se salvó la imagen de piedra de la Milagrosa, la cual Elisa sacó de los escombros, la llevó a su casa y la conservaría toda la vida junto a ella, y quizá más allá…

Un día en que Débora cayó gravemente enferma, sólo se encontraban con ella Ana y Josefina, las cuales estaban tratando de auxiliarla. De pronto llegó Elisa, vió a su madre enferma, y sin decir una palabra instintivamente se dirigió a donde había guardado la imagen de piedra, se arrodilló ante la imagen, como pidiéndole que le transmitiera algún mensaje para salvar a su madre. Al abrir los ojos, Elisa observó con asombro que la piedra había cambiado su forma y había tomado la forma de una máscara que era exactamente igual al rostro de Débora, luego Elisa volvió a cerrar los ojos por un instante, y en lo más profundo de su ser sitió el mandato de colocarle esa especie de máscara a su madre, y así le salvaría la vida; Elisa hizo lo que su alma le indicaba y Débora inmediatamente sintió alivio a su padecer.

Elisa, al presenciar este acto, tomó conciencia de que realmente la piedra tenía poderes sobrenaturales, al igual que su mente, y que por alguna razón del destino, esta piedra había llegado a sus manos. A pesar de lo fantástico de este hecho, ella sentía que desde antes de ésta vida, ya la piedra le pertenecía.

Elisa decidió utilizar la piedra para todo lo que fuera posible, inclusive gracias a los poderes curativos que poseía la misma, Elisa siempre tenía excelente salud; de hecho los poderes de la piedra eran tales, que ya no tenía que pedirle que cambiara de forma según la necesidad, ya que la piedra podía leerle el pensamiento.

Elisa vivió 134 años, y el día que murió, dicen los testigos que la piedra tomó forma de urna, en la cual enterraron a Elisa.
Giovanna Valvo Moros
© Caracas 16 de junio del 2000
 
 
 

Uno

María Eugenia la joven que se ocupaba de mostrar barcos en la bahía me había citado a las 11 horas para ver una embarcación, que según me adelantó en la conversación telefónica, era una oportunidad. También era la misma María Eugenia una oportunidad. Que dejé de lado en cuanto pude darme cuenta que su novio, amante o marido la esperaba en un automóvil desde el cual dominaba el panorama del puerto.

Por debajo de la pintura seca y quebrada pude ver la noble madera que le daba forma. No era una embarcación común a la que me había convocado. Lo mismo que la mostraba deteriorada era lo que permitía ver unas maderas que habían, sin duda, recorrido el mar por mucho tiempo y con buenas historias. Aparejada en queche se veía su palo de mesana rajado. Vaya a saber sí de alguna tormenta en el mar o de fuertes vientos en su descanso en seco y fuera del agua.

Mi experiencia era relativa en cuanto a barcos. Yo era bueno, para escuchar a los marinos hablar. Y mi padre había sido marino por lo que algo me tenía aprendido. Mientras María Eugenia me contaba de los años que la embarcación tenía en seco y que lo bien que estaba conservada y que con amor y trabajo podría volver a surcar el mar mis pensamientos iban de sus argumentos al dinero que la aventura de volver a hacer que esta barca navegara me iba a costar.

Nos reunimos esa tarde en un notario y la viuda del propietario anterior me traslado por un escrito todos los poderes sobre la barca.

Dos
Era el mes más frío del año y mis amigos habían aceptado acompañarme a evaluar lo que por mi parte, ya había sopesado a solas. Julio, Enrique y El Pinte parados en el cemento a un lado de la barca miraban al noble barco apoyado en los maderos

- “¡Tío, vaya trabajo que te has buscado!” Dijo El Pinte en nombre de mis silenciosos amigos. Y agregó “¡Pero los valientes merecen compañía... siempre que nos lleves a navegar, si es que esto flota”.

Respiré aliviado, mientras Julio y Enrique asentían y todos me golpeaban con sus manazas mis espaldas y me sonreían.

El fin de semana siguiente comenzamos a trabajar. Retiramos las instalaciones eléctricas ya inservibles en su mayoría. Los cabos podridos fueron al cesto de basura, e igual camino siguió todo aquello de lo que no se necesitara un molde. El frío de los días fue reemplazado por el calor del trabajo y del fuego quemando la pintura hasta dejar la madera totalmente al aire. En la obra viva y en la obra muerta.

La tarea en la barca, en el pequeño puerto de la bahía, atrajo la atención de muchos de los habituales pescadores que se acercaban y que, luego de mirar, daban su cháchara y consejo. Así a pesar de lo que sabíamos pudimos aprender algún secretillo y obviar algún error.
El tiempo perdido en charla, más de una vez, lo ganamos en menor trabajo y más aciertos a la hora de hacer un balance.

Fueron pasando los fines de semana y mis amigos trabajadores no cesaban en su entusiasmo. La barca iba quedando más al aire y a la vez íbamos apreciando su fortaleza. Tuvimos que cambiar unos cuantos pies de maderas del fondo y una cuaderna.
Sin embargo el esqueleto se nos mostró fuerte, noble y digno del trabajo de reparación que habíamos encarado. Ello nos entusiasmaba más. Cuando nos íbamos el domingo al anochecer y cuando el sábado del fin de semana que seguía volvíamos, ahora cada día mas temprano, y hasta cuando aún no había amanecido.

Pasaron tres meses y María María (tal el nombre de la barca) estaba lista para ser botada. Para que la madera recién calafateada se hinchara la llenamos con unos cientos de litros de agua dulce. Vertidos en la sentina y dejados durante una semana. Con el encargo al guarda del pequeño puerto para que repusiera manteniendo siempre un nivel. La receta surtió efecto y cuando la botamos María Maria tuvo desde el vamos su sentina seca.. Una sentina como debe ser en una barca que se precie de tal.

Tres

Era de noche y estaba ya en mi lecho y con la luz apagada cuando sonó el teléfono. “Don Javier... don Javier le habla el encargado de la Capitanía del puerto. Su barca desapareció del amarre. Hoy en la tarde estaba y rato después ya no. Pero deseamos que sepa que la recuperamos al tiempo de haber salido a buscarla. Estaba al pairo, sin tripulación a una milla de la bocana del puerto.”

Finalizamos la conversación con mi agradecimiento y le dije que ya nos veríamos el fin de semana. No me pude dormir hasta bien tarde.

El fin de semana siguiente conversamos con mis amigos y con el Capitán del puerto sobre como podía ser que se hubiera soltado la María María de su amarre. “Lo único que puedo pensar –dijo el capitán- es que es una broma de los chavales que suelen merodear por la zona”.

Continuamos trabajando y aplicando pinturas sobre la noble madera y poniendo a punto el motor. Un Kermath a magneto de 20 caballos. Una verdadera reliquia pero que habíamos visto que funcionaba perfectamente y tenía igual estado . Comenzamos a hacer pequeños paseos por dentro del puerto y luego mas allá de la bocana. A vela y a motor. El navegar de María María era noble. Afianzada en el agua y en el viento. La barca tenía un ángel especial al navegar. Lo decían mis amigos y la gente del puerto. Sus velas las hicimos nuevas, con material moderno pero en color marrón por lo que era un ángel digno y aplomado como decía El Pinte al tocar el punto en cuestión.

Cuatro
Llegaron las vacaciones y mis amigos debieron dejar de lado –en aras del deber familiar- al María María y partir casi todos al unísono hacia la costa del sol adonde sus mujeres les reclamaban el descanso anual. Con niños incluidos los tres amigos coincidían que su descanso había sido trabajar en la barca durante esos largos meses pero que... “el deber manda”.

Aproveché para pedir unos días de descanso en el bufete de abogados adonde hacia largos años trabajaba. Tendría vacaciones “trabajando” en los finales de la barca.

Pasé por el súper y compré abundantes provisiones. Algunas espirituosas y abordé con todo ello la María María. La idea era salir por las mañanas y volver a pasar la noche en el puerto. Antes de hacerme a la mar dediqué el primer día a instalar el viejo VHF que habíamos probado con un técnico amigo y funcionaba muy bien. Le faltaban un par de canales para ser igual a los modernos pero era útil.

Ya el martes por la mañana solté amarras y dejando la bocana del puerto por estribor apunte a una cala que conocía y que estaba a una hora de navegación. Corté el motor y puse velas. Majestuosa María María navegaba con la costa a estribor. Al llegar a la cala y siendo un día de semana había sólo una motora con una pareja de jóvenes que al tiempo se fueron. Me sentí culpable por quitarles su privacidad y contento pues cuando se fueron entre su cara de reproche adivinaba lo bien que les caía la María Maria.

Lancé el ancla y me puse a trabajar en unas pinturas. Poco viento. Sol Cálido y la madera preparada. Por prevención deje el aparato de radio VHF encendido en el Canal 16. Así me lo habían recomendado mis amigos y el mismísimo capitán del puerto. “Por si nos necesita” me había dicho el buen hombre.

Dejé la pintura terminada y me dediqué a un embutido que sabía a manjar por todo lo que le rodeaba. Incluyendo en “el todo” una buena botella de vino. Ya había finalizado la comida cuando escuche por el VHF la voz de una mujer que decía “A ver, a ver... algún caballero para conversar..???”. La voz era agradable. Primero pensé en una bromista pero luego y atento a que nadie respondía tomé el micrófono y con él en la mano y tratando de tener la voz lo mas aplomada posible dije “Hola muchacha... mejor pasamos al canal 72. Así no molestamos por éste que es de socorro...” Al soltar el gatillo del micrófono hubo un chasquido y luego de unos segundos la agradable y sugestiva voz me dijo por el altavoz “Vale... … pasamos al 72”.

Cinco

Cuando regresé al puerto llevaba conmigo una historia. Fruto de la conversación que mantuvimos con la radio. Hablando y escuchando a Leticia. Tal el nombre de la dama de la radio. Mis vacaciones tomaban otro rumbo. Y porque no mi vida.

Leticia navegaba. Lo hacia, al decir de ella misma y por su descripción en una barca muy parecida a la mía. Lo único que su descripción la hacía descuidada y con ciertos problemas. Cada tanto debía sacar agua pues estaba seca la obra muerta por arriba de la línea de flotación y por ello cuando la ola le rompía o la barca cortaba la ola, hacia agua. No hablamos de hombres ni de mujeres pero se la veía una mujer que no titubearía si algo le gustara.
Sin saber mucho de mar había empezado a usar la barca de su padre y dando su examen obtenido su titulación. Dependienta en una tienda. Una mezcla de mujer común con “superwoman”. Excitante. Al menos para mí.

A mi regreso no dejé de valorar la honra de los hombres de mar. Yo había respondido la llamada de Leticia. Nadie interrumpió nuestro diálogo en ningún momento. Tal vez era porque me había ganado el aprecio de toda la bahía y la mayoría de los pescadores y navegantes eran casados. Ni una palabra soez, ni la menor molestia en todo el tiempo que hablé por radio con Leticia.

Esa noche me fui a dormir con la pintura terminada y mis pensamientos en la cala, la radio y Leticia. ¿Podría ser que esta vez se diera en mi vida?

Seis
En días sucesivos volví a la cala y estuve a la escucha en el Canal 16. No volví a escuchar a Leticia. Por pudor ante la gente del puerto no hice llamada alguna hacia ella. Y mi alegría del primer día se transformó en una atenta escucha del VHF. Incluso al volver a puerto y mientras hacía mi comida o tomaba mi café escuchaba las llamadas de la radio. Como que la arena se me iba por las manos. Aunque me decía a mi mismo que para que algo se te escape de las manos... antes lo tienes que tener.

Tras una semana de haber hablado con Leticia, una tarde soleada y fondeado en la cala volví a escuchar su voz en la radio. Nuevamente “A ver, a ver... el canal ... algún caballero para conversar..???”. Sonó espectacular, esperada. Mil veces en cinco segundos me hice a mi mismo la pregunta de responder o no responder. Pero mi cuerpo pudo más que mi pensamiento y ya estaba el micrófono en mi mano y mis palabras sonando “Leticia... al setenta y dos” y ella que contesta “Vale, que allá voy”.

Esa tarde hablamos más. Empecé a preguntarle por su casa, por ella, por su trabajo. Así me enteré que vivía con su madre a corta distancia del puerto. Que había venido a vivir a la zona por un trabajo que había logrado su padre fallecido hace unos años. Que su barca no estaba en el puerto en que estaba la mía. Amarraba su barca en otro puerto no muy lejano. Que no me iba a decir en que puerto. Que no tenía amigos ni amigas pese a su aparente desenvoltura. Que se consideraba tímida. Muy tímida. Que la radio en cierto modo era como un escudo. Yo dudaba en preguntarle por donde estaba navegando o en que cala fondeada. Y el único modo de prolongar la conversación con Leticia era seguir preguntando. Y así continué de pregunta en pregunta. Mi último interrogante fue “como te distingues Leticia de otros?” y ella me dijo “dejo mi marca en aquellos lugares por donde paso”.

Siete

Volví ese atardecer al puerto. Amarré a María María en el noray habitual. Acerque mi coche, cargué mis ropas y las herramientas tanto mías como de mis amigos. Cuando llegué a mi apartamento me pegué un baño y por la mañana llamé a María Eugenia y le pedí pusiera el barco en venta inmediatamente. Maria Eugenia no lo podía creer y mis amigos, los que tanto habían trabajado junto a mi, menos aún. María Eugenia me señaló que lo que yo había pagado, ahora, sería la cuarta parte de lo que podría pedir. Y se sorprendió más cuando le dije “No es un tema de dinero... Véndela. Simplemente te pido que la vendas”.

Mis amigos insistieron en preguntar muchos porqués. Dí vagas explicaciones. Vericuetos de la mente. Depresión. Mis amigos insistían y yo seguía dando explicaciones como para contentarlos. Que era una etapa de la vida. Que quería hacer otra cosa con mi tiempo. Que fue una aventura.

Lo que no les dije es que, mientras Leticia hablaba conmigo y me decía “Dejo mis iniciales en aquellos lugares por donde paso”, volvían a aparecer, en la mesa de navegación ante la que me encontraba, y como fruto de la talla de una navaja invisible, las mismas iniciales que al remozar la barca, tanto trabajo nos había costado quitar.
Pepe Fuera de Borda
© Argentina
Primero escrito en español neutro y luego "españolizado" para un certamen literario en España, en una colección de Editorial Noray.





Truco, quiero retruco. Se escuchaban las voces enfervorizadas en el salón de juegos del Club Social y Deportivo.
Esas partidas de truco los domingos por la tarde, se venían haciendo sin pausa desde hacia por lo menos cincuenta años.
“Daniel Guerrero”, era uno de los asiduos concurrentes al juego, tenia las características de un buen jugador de truco, vivo, calculador, psicólogo y audaz.
Los demás integrantes conocían muy bien las virtudes de “Dany”, (apodo que llevaba desde niño nuestro protagonista) lo vigilaban continuamente para tratar de descifrar la jugada con que este los sorprendía cada domingo.
El otro buen jugador “Pedro Díaz” era el que disputaba el liderazgo con “Dany” pero un día se fue del barrio y nunca más nadie supo de él.

Una tarde, mientras jugaba su partida habituad, tuvo la sensación de ser observado. Sacó la vista de las cartas y recorrió rápidamente el rostro de los participantes, constató que no era ellos los causantes de su sensación, miró a su alrededor pero nadie lo observaba.
Volvió a poner su atención en el juego pero, esa sensación persistía. Repitió la operación varias veces en la tarde sin resultado.

Cuando hubo terminado el juego se retiró a su casa tratando de encontrar una explicación a ese sentimiento. Nunca antes le había ocurrido algo semejante. Su instinto de jugador daba cuenta de que era observado y no era constantemente, sólo unos minutos pero, con mucha fuerza, algo muy penetrante, casi obsesivo.

Pasó una semana y “Dany” estaba nuevamente sentado a la mesa de juego, ya tenía olvidado el episodio cuando... otra vez esa sensación lo invadió. Recorrió con su mirada todo el salón y nada. Llevó su mirada a las cartas, un cuatro de copas, un caballo de bastos y el rey de espadas que lo miraba fijamente.
Cerró los ojos con fuerza como incrédulo de lo que estaba viendo, los volvió abrir y el rey de espadas esta vez además, sonreía.

-Debo estar por enloquecer, se dijo para si. Se levanto, pidió que lo disculparan un momento y se fue al baño para aclarar su mente y mojar su cabeza y su cara con el objeto de volver a la realidad.

Una vez de regreso se sentó para continuar el juego, miró fijamente las cartas que había dejado sobre la mesa pero no se animaba tomarlas.

— ¿y “Dany”, juegas o no?

— Si claro, perdón.

Tomó las cartas, sus manos temblaban como si tuviera Parkinson, las juntó y empezó a deslizarlas una sobre otra hasta que llegó al Rey de Espadas.
Pudo notar que su mano había soltado la espada y la extendía a modo de amistad, seguía sonriente y mirándolo a los ojos.
Empalideció, un sudor frío mojó su frente y su espalda.
Se disculpó con el grupo y con la habilidad de un tahúr escondió al Rey de Espadas en su mano y se retiró tras los deseos de sus compañeros para que se mejorara de su indisposición.
Su cabeza estaba llena de preguntas, tenía la carta todavía en su mano y no veía la hora de llegar a su departamento para dilucidar el dilema.
Llegó al edificio, subió las escaleras hasta el primer piso casi corriendo, entró al departamento, encendió la luz de la lámpara junto al sillón de lectura, se dejó caer en él y miró la carta.

-Hola, “ Dany” ( dijo la figura del rey humanizada) hace tiempo que pienso en ti para mi reino.
Eres un buen guerrero y sobre todo estratega. Si me ayudas te prometo vivir en mi reino con lujos, y bellas damas que te complacerán en todo lo que se te ocurra.
Piénsalo, dejarías este club pobretón, este departamento oscuro, lleno de humedad y cucarachas y vivirías en palacio rodeado de placeres.

-Debo estar loco o tú eres un sueño.
¿Cómo es posible que me estés hablando, que vivas?
¿Dime quien eres?

— No soy más sueño que el sol que sale cada mañana, que la sombra de la noche, que el germinar de una semilla, soy tan real como tú y te ofrezco que cambies de mundo para que disfrutes de una vida de placeres.

— ¿Y cómo te ayudaré? ¿Que tengo que hacer?

— Solo tienes que buscar un espejo donde puedas verte completo, llévame en tu mano e introdúcete en él y estarás en mi mundo.
Una vez allí tendrás que hacer lo que haces en el club, ganar batallas con las estrategias que sabes muy bien utilizar.

— De acuerdo, no sé porque te creo pero, adelante lo haré.

En un instante y siguiendo las instrucciones del Rey de Espadas “Dany” estaba en palacio rodeado de lujos y bellas mujeres que lo asistían ofreciéndole manjares y placeres carnales.
Fue llevado a su recamara, se recostó en la inmensa cama con sábanas de seda y mirando el techo con ornamentas doradas, no podía creer lo que estaba viviendo.
Al día siguiente lo despertaron estridentes trompetas, era cerca de mediodía a juzgar por la luz del sol que daba casi perpendicular en la pomposa ventana.
Casi inmediatamente golpearon la puerta de la habitación, era una doncella que incresaba para bañarlo en agua de rosas.
“Dany” preguntó por el Rey y la doncella le informó que lo estaba esperando en la sala de batallas.
Una vez acicalado y vestido como príncipe fue acompañado por varias damitas hasta el rey que lo recibió con una amplia sonrisa.

Hola mi querido guerrero invencible, llegas justo a tiempo para tener tu primer batalla por el Reino de las Espadas.

Frente al Rey había una mesa redonda de oro macizo con un paño de terciopelo rojo.
Un mazo de cartas y un hombre de espaldas que no era otro que su rival.
Se acercó, saludó al Rey y se quedó paralizado al descubrir que su rival era “Pedro Diaz”
¡”Pedro”¡ ¿ Eres tú?

— Sorpresa amigo “Dany”, ya me parecía que estabas tardando mucho, espero que hayas mejorado porque lo vas a necesitar.

Inmediatamente el Rey golpeó las manos y un lacayo comenzó a leer el reglamento.
Reglas de juego: partida tradicional de truco entre El caballero representante del Reino de la Espada “Sr Dany” y el representante del Reino del Basto Caballero “Sr Pedro”.
El ganador seguirá disfrutando de los placeres de su Reino y el perdedor será decapitado en la mañana del próximo día ante el pueblo de los Reinos.
Pueden comenzar y que Dios se apiade del alma del perdedor.



Ricardo César Garay
© 01/05/2008 Buenos Aires - Argentina -Haedo




Doña Eugenia vivía en El Hatillo desde hacía muchos años, pero no había perdido ni la costumbre ni el gusto de ir a la Plaza Bolívar los domingos. Y menos aún ese día, en el que se celebraban las fiestas patronales en honor a Santa Rosalía de Palermo, y la Orquesta Los Melódicos amenizaría el evento con una programación al estilo Big Band. Así que, muy entusiasmada se acicaló, se vio en el espejo y sonrió satisfecha. A pesar de los años, la imagen reflejada le recordaba, todavía, la gracia de su ya lejana juventud.

La acompañó a la plaza, Eduardo, su hijo mayor, quien prometió ir a buscarla cuando cerrara el negocio. Como ya los asientos estaban ocupados en su totalidad, la señora se ubicó en un banco de la plaza, desde donde, podía ver y escuchar el concierto cómodamente. Entonces, a la hora fijada prorrumpió la música, alegrando la tarde hatillana. Una pieza siguió a la otra, en medio del entusiasmo general. Doña Eugenia se movía, contenta, de un lado al otro. Y así pasó un buen rato hasta que, de pronto, los primeros acordes de Poinciana, una antigua melodía, interrumpieron su alegre vaivén para revivir, en sólo un instante, los detalles de un doloroso pasado, hasta entonces escondidos en lo más profundo de su alma.

Aquella tarde de agosto había fiesta en el Club Florida; los estudiantes del Colegio San Ignacio celebraban su grado de Bachiller con una vespertina bailable. Las hermanas González: María Enriqueta, María Inés y Eugenia María, se encontraban sentadas con sus amigas al lado de la inmensa piscina. Las chicas reían, hablaban, pero sin dejar de mirar con mal disimulado interés a los muchachos, ansiosas de que las sacaran a bailar. Cuando la orquesta comenzó a tocar Poinciana- tan de moda en aquellos días por haberla llevado Glenn Miller a las tropas aliadas, en Europa- un chico alto y rubio se dirigió hacia donde estaba Eugenia María.

- ¿Me permite? Le preguntó al extenderle la mano, mientras sonreía.
Ella aceptó gustosa y él rodeó su talle con firmeza. Luego, acoplándose sin dificultad al paso marcado por su compañero de baile, la espigada figura de Eugenia se deslizó sobre la pista, haciendo bailar también su vestido de crepé de China. Danzaron toda la tarde y, al despedirse, prometieron verse al día siguiente. A ese encuentro siguieron otros, tímidos al principio, atrevidos después, y Poinciana, la pieza musical que bailaron juntos cuando se conocieron, se convirtió en el símbolo de amor de la pareja.

Pero un día la felicidad de Eugenia se vio ensombrecida por una angustiosa sospecha: creía que sus apasionados encuentros con Ignacio habían dado fruto. Luego de largas noches de insomnio, decidió visitar al médico, quien confirmó su terrible temor: tenía dos meses de embarazo. Eugenia entró en pánico. La asustaba la reacción de sus padres cuando se enteraran. Luego, muy nerviosa, decidió comunicárselo a su novio. Estaba convencida de que él la apoyaría, puesto que ambos habían sido los responsables de esa difícil situación. Se citaron en una heladería del centro. Una vez allí Eugenia, llorando, le mostró a Ignacio el resultado de los exámenes médicos. El muchacho comenzó a sudar copiosamente cuando los leyó. Estaba lívido. Quería decir algo, pero no podía articular palabra por más que lo intentara. Entonces, vio cómo los ojos verdes de la chica se fijaban en él, suplicantes.
-¿Y…?
No hubo respuesta por parte del muchacho de dieciocho años. El terror se reflejaba en su mirada.
-¿No dices nada, Ignacio?- insistió desesperada la muchacha, tomándole las manos. Pero él la rechazó bruscamente, parándose para irse, y entonces la increpó, altanero:
-¿Es… estás segura de que es mío? Yo… la verdad, no lo estoy…- dijo retorciéndose las muñecas mientras caminaba de un lado a otro.
-¡Ignacio, por Dios, cómo dices eso! Sabes muy bien que eres el primer hombre en mi vida. ¡El bebé es tuyo, Dios mío, es tuyo!- gritó llorando la jovencita.
- ¿Y cómo lo sabes? Yo no tengo nada que ver con eso. Es más, quiero que sepas –dijo apuntándola con el dedo - que si lo que estás buscando es que me case contigo, no lo vas a lograr ¿Me entiendes? ¡No lo voy a hacer! – vociferó, y diciendo esto, salió apresuradamente del local.
Eugenia, sollozando, trató de alcanzarlo en la calle, pero no lo consiguió: Ignacio se había esfumado entre la gente. Entonces volvió a su casa. Trató de conciliar el sueño, inútilmente. Al amanecer se levantó y fue al estudio de su padre. A pesar de la terminante prohibición que había dado don Isaías a sus hijos, de tocar el revólver calibre 38 que escondía en la gaveta de su escritorio, la chica lo tomó y verificó si estaba cargado. Guardó el arma en su cartera y, muy temprano, se dirigió al Club Florida. Esa mañana los chicos realizaban una competencia de natación. Al llegar al centro deportivo, la chica se situó frente al local y esperó, angustiada, que apareciera Ignacio. Cuando lo vio llegar, lo llamó y le dijo, apuntándolo:
- ¡Ignacio, aprende a ser hombre!
El muchacho, estupefacto, se detuvo en seco. Una profunda palidez le pintaba el rostro, y antes de que pudiera decir palabra, un disparo cortó la mañana, mientras la voz de Eugenia sonaba hueca al gritarle:
- ¡Eso te lo dejo de recuerdo, desgraciado, por haber dudado de mí! ¡No quiero volverte a ver nunca más en mi vida! ¿Entendiste? ¡Nunca más!
Luego, horrorizada, dejó caer el arma, estalló en llanto y cayó en un severo estado depresivo. Después, el tiempo como un bálsamo divino, se encargó de aliviar las heridas del alma de Eugenia, quien dio a luz un varón. Al año siguiente se casó con su médico tratante, y tuvieron cuatro vástagos.

La música continuaba emocionando los corazones de la audiencia en la Plaza Bolívar de El Hatillo.
- Buenas tardes, señora ¿Me permite?
Doña Eugenia volvió a la realidad. Un hombre alto y de edad avanzada se encontraba frente a ella, interrogándola sonriente.
-¿Está libre este puesto?- volvió a preguntar mientras señalaba el banco.
- Sí, sí, por supuesto. Siéntese, por favor,- dijo recogiendo el suéter del asiento. Ella aún permanecía bajo el influjo del recuerdo. Continuó la música. Y más tarde, al finalizar el concierto, el anciano inició tan agradable conversación, que doña Eugenia recuperó totalmente el ánimo, y tan entretenida estaba que se sorprendió cuando su hijo le preguntó:
- ¿Cómo la pasó, mamá? ¿Se divirtió? –
- ¡Dios mío, hijo, ya estás aquí! ¡Qué rápido pasó el tiempo¡ ¿Que si me divertí? ¡Ay, sí, mi amor, cómo no! El concierto estuvo muy lindo, y este caballero me hizo pasar una tarde muy agradable. - Por cierto,… – dijo al dirigirse a su compañero de asiento - hemos hablado tanto esta tarde que se nos olvidó presentarnos. Mi nombre es Nena de González -. Luego agregó, dirigiéndose a su hijo:
- Eduardo, mi amor, ven, que quiero presentarte al señor…
- Mi nombre es Nacho Pérez. – Dijo el anciano, dándole la mano a la señora, y poniéndose de pie.
- Mucho gusto, Eduardo González – Se presentó el hijo de doña Eugenia. Espero que también usted haya pasado una tarde divertida, señor Pérez. – Y agregó sonriendo: - Le estoy muy agradecido por haber sido tan amable con mamá.
-No se preocupe, yo también disfruté su compañía.
Los dos hombres se estrecharon las manos con gran cordialidad. Luego, todos se despidieron, y cada quien siguió su camino: doña Eugenia, muy contenta, del brazo de Eduardo hacia su casa, y el anciano en dirección a la suya. Lucía satisfecho al apoyar el bastón. Sus pasos eran largos y elegantes, a pesar de arrastrar ligeramente una de las piernas.

Myriam Paúl Galindo

© Caracas, 31 de julio de 2006






















No me puedo dormir, así que cuento ovejitas, como me enseñó mi abuela. Conté doscientas, y luego cien más, y lo que hice fue levantarme para buscar mi libro de cuentos e ir al baño. ¡Qué fastidio, no hago más que dar vueltas en la cama! Pienso en la fiesta de esta tarde. Mamá me fue a buscar después del trabajo al cumpleaños de Carolina y me preguntó que cómo me había ido; que si me había divertido y que le contara cómo la había pasado; yo le contesté con pocas ganas algunas de las preguntas. A mami le llamó la atención que le respondiera así, me preguntó si estaba cansada, le respondí que no, pero insistió en que una vez que llegara me tomara un baño tibiecito, comiera y me fuera derechito a la cama.

Me encantan las fiestas porque en ellas hago amigos. Siempre que voy a una, me encuentro con gente nueva: de otras ciudades o de otras urbanizaciones. Nos enseñamos los juegos de nuestros colegios, que a veces son iguales, pero otras son diferentes. Esto me gusta mucho, pues se hace más divertida la fiesta. Pero la de esta tarde fue una merienda muy distinta a todas a las que he ido antes. Desde hacía días que contaba los que faltaban para hoy. Todo empezó a las cuatro, cuando llegaron los cuenta-cuentos y los payasos. Estuvo muy divertido, pues hubo juegos, adivinanzas y un concurso de baile en el que me gané un premio por quedar en el primer lugar.

Eso fue al principio, porque después estuve conversando con Isabela, una niña un poco mayor que yo, pues ella está en Quinto y yo en Cuarto. Creo que fue después de que Carolina apagó las velas y nos comimos la torta y los dulces, cuando ella me dijo que me tenía que decir un secreto, pero que era mejor que nos fuéramos a pasear a la alameda, pues en el jardín había mucha gente y nos podrían oír. Cuando comenzamos a pasear yo le pregunté a Isabela que cuál era ese secreto que ella me iba a contar y ella me contestó:
- ¡Oye, Silenia! ¿Tú sabes cómo hacen los esposos para tener hijos?
– Bueno, –contesté extrañada- el hombre y la mujer se casan y luego se los encargan a la cigüeña.
- ¡Pero sí que eres boba! ¿Tú todavía crees en eso?
- Bueno, ¿Por qué no? Eso es lo que me han contado.
- ¡No, chica, no seas gafa, avíspate! Eso no es verdad.
- ¿Cómo que no?
- No es de esa manera como vienen los hijos al mundo
- ¿Entonces cómo, se puede saber?
- Pues, ven y te explico, pero no se lo digas a nadie, pues es un secreto. ¡Promételo! Y así lo hice para que me develara el misterio.
Entonces recuerdo que me haló por un brazo y volteó para todos lados para asegurarse de que nadie la estaba viendo, y me dijo una cosa horrible, tan espantosa que yo no puedo creerla. Me dijo que el hombre, es decir el esposo, le metía a la esposa su cosita dentro de la de ella, y me dijo además, que la de él era muy grande. ! Qué horror! ¡Estoy muy asustada! ¡Yo no lo puedo creer todavía! ¿Cómo puede ser verdad algo así?
Como yo le dije a Isabela eso, que no podía creer algo tan espantoso, ella me contó que ella misma lo había visto, cuando acompañó a Josefita, la muchacha que trabaja en su casa, ayer a la casa de Arquímedes, el primo de ella. Me contó que, cuando llegaron él le tomó la mano y la empezó a besar y a decirle cosas al oído. Luego, de repente, Josefita se metió al cuarto con él. Isabela, mientras tanto se había quedado viendo unas revistas en el corredor. Al rato, me dijo que comenzó a escuchar unos ruidos raros y no hizo caso, pero como se hicieron más fuertes ella se asustó. Parecía que estaban asfixiando a alguien. Entonces Isabela se asomó por la ventana y los vio a los dos en la cama, moviéndose como cuando uno monta a caballo en el Club Hípico. Pero lo peor era que estaban desnudos, dándose golpes, mientras ella, Josefita, gritaba. Cuando, al regreso, mi amiga le preguntó a Josefita por qué estaba peleando así en la cama con su primo Arquímedes, ella se rió y le contó a Isabela lo que ella a mí, hoy, bajo la promesa de que sería un secreto. Lo que yo no entiendo, ni Isabela tampoco, es por qué Josefita quiere tener hijos ahora, si todavía no se ha casado ni se ha ido de luna de miel.

Cuando Isabela terminó de contarme todo, me fui al salón y me senté, y desde allí mismo, desde un rincón del salón, me puse a observar a todas las esposas y los esposos. Me asombraba la tranquilidad con la que caminaban las mamás de mis amigas; nada las incomodaba, hablaban, comían y se reían; parecían felices, a pesar de que algo tan grande había entrado entre sus piernas. Casi caminaban como lo hacía yo, sin separar las piernas. Igualmente los esposos, quienes echaban bromas, jugaban con los niños y manejaban sus carros, como si no les molestara nada tener una cosa tan gigantesca entre los pantalones, y con eso haber hecho sufrir tanto a sus esposas. Lo que todavía sigo sin entender es por qué todos parecen tan felices. ! ¡Dios mío, qué horror! ¿Cómo pueden? Mañana se lo contaré a Gisela, a Carolina y a …zzzzz...zzzzz...zzzz...



©Myriam Paúl Galindo
Caracas, 25 de julio de 2001 y 2009

El viejo, sentado en la arena, se recostó indolentemente del tronco de una Palmera mientras remendaba una atarraya. Tan abstraído en lo que hacía, se había olvidado del tabaco que estaba fumando y que hace rato que se le había apagado, sostenido, sabrá Dios cómo, en la comisura del lado izquierdo de sus labios. De ese ensimismamiento lo sacó las risas y la algarabía de unos muchachos que venían por la orilla de la playa.
- ¡ Epa, abuelo!, gritó uno de ellos.
Levantando la cabeza se dio cuenta de que lo llamaba su nieto Leoncio,
quien en compañía de otros tres se acercaron hasta donde él estaba.
- ¡Hola, muchachos! ¿Por qué no están en la escuela?
- Estás fuera de noticias, abuelo. Desde ayer estamos de vacaciones y hoy
decidimos bañarnos en la playa; pero te vimos desde lejos y nos entraron ganas de saludarte y venir a conversar un rato contigo.
- ¿Y se puede saber de qué quieren conversar conmigo?
- La verdad es que… lo que queremos es que nos cuentes la historia de la perla.
- Pero hijo, si te la he contado tantas veces que ya debes sabértela de memoria.
- Sí, es verdad. Pero es que tú la cuentas tan sabroso, que me gusta como tú lo haces. Anda, abuelo, no te hagas de rogar, vale.
- Está bien pero con una condición. Que me busquen una agüita de coco.
Rápidamente, Moncho, uno de los compañeros de Leoncio dijo:
- Yo voy a buscar el agua de coco. Pero, eso sí no vayan a empezar sin mí.
Y salió a toda carrera.
- Recuerdo que…
Desde la tarde del día anterior el ambiente presagiaba tormenta. El viento soplaba con gran violencia. Con toda la fuerza que le da la naturaleza. Las olas caían sobre la playa, arrastrando a su paso todo lo que encontraban. Los pescadores se habían resguardado en sus ranchos. Los altos cocoteros y los pequeños árboles que se encontraban en las cercanías se doblaban bajo el ímpetu del viento.
Sobre un budare de barro se cocinaban las arepas que Josefa había hecho para la cena. María del Valle, la mayor de los tres hijos, rallaba queso sobre un plato de peltre. Manuel y Francisco, los menores, asustados por el ruido de los truenos, buscaban refugio en mí, quien acostado sobre un chinchorro, oía aquello con la normalidad del que ha visto y oído muchas tormentas. Como las que viví hacía hace muchos años cuando, pescando mar adentro y pensaba que no volvería a ver tierra.
- ¡Señora tormenta!, dijo Josefa, me imagino que mañana no saldrán a pescar.
- No te preocupes, mujer, que eso es ahorita. Deja que el cielo descargue su furia y vas a ver como amanece claro y sin nubes de tormenta.
A través del humo del tabaco que me estaba fumando, miré a mi mujer a la vez que le enviaba la mejor de mis sonrisas. Josefa me miró con cierta rabia mientras decía:
- Ya la comida está, señor sabelotodo. Así que a lavarse las manos, y ustedes también, tripones. Hoy nos vamos a acostar temprano.
- Mamá, por favor, si todavía no son ni las seis, dijo con tristeza María del Valle.
- Bueno, señorita, no sé adónde quiere ir usted con semejante aguacero. A menos que tenga un novio que la esté esperando en la esquina.
- No le hagas caso, hija, lo que pasa es que tu madre está nerviosa y no quiere que nadie se de cuenta. Vengan, vamos a la mesa.
Una lámpara de carburo era toda la iluminación en la pequeña cocina. Afuera los rayos iluminaban la tarde. Casi al terminar de comer, una ráfaga de viento se coló por la rendija de la ventana y apagó la débil luz de la lámpara.
El fresco relente de la madrugada le hacía competencia al humeante y caliente cafecito negro, que en un pocillo de peltre le llevaba Josefa a su marido.
- Apúrate en tomarte el café, que ya pasaron los muchachos.
En aquel instante se oyó la voz de Lino, vecino y compañero de pesca.
- Eje… Fucho, apúrate que casi todos están en la playa. Por lo vientos que soplan me parece que vamos a tener un buen día. Esperemos en Dios que así sea. Te espero en el peñero.
- No te preocupes que ya te alcanzo.
El “peñero” era un bote bastante grande, que mi papá había adquirido hace muchos años y donde había aprendido el oficio de pescador. Se llamaba “Buena Estrella” ya que Josefa no quiso que le cambiara el nombre para ponerle el de ella. Lino era mi cuñado, hermano de mi mujer y a quien conocía desde niño. Siempre fuimos buenos amigos y desde que me hice pescador fue mi compañero.
Después de la tormenta de la noche anterior el mar estaba sereno. El lucero del alba todavía alumbraba en el negro cielo, mientras empujábamos al peñero sobre la arena de la playa al que fuimos rodando hasta que llegó al agua. Ya muchos de los pescadores que se nos habían adelantado, iban rumbo a los lugares donde se sabía que había abundancia de peces.
- Lino, dijo Fucho, ayer el ñero Nico me dijo, que yendo hacia la parte que queda cerca de Juangriego, hay un criadero de ostras y que la mayoría son perlíferas. En lo que aclare un poco más nos acercamos hasta allá, y cuando lleguemos me voy a lanzar al fondo a ver si saco unas cuantas. A lo mejor vienen premiadas con señoras perlas. ¿Tú que dices?

- Bueno, vale, dijo Lino, dicen que la peor diligencia es la que no se hace. Por mí no te preocupes que yo estaré aquí echando la tarraya pa´agarrá una buena pesca y además por si se presentara alguna eventualidad.

En el horizonte los rayos de un sol que aparecía poco a poco, pintaba el cielo de colores que se entretejían unos con otros: rosados, lilas naranjas, dorados; otros variaban sus colores entre las nubes empujadas por una suave brisa mañanera. La madrugada daba paso a lo que se presentaba como un día pleno de sol.
El mar volvía a tomar su eterno color azul. Llegados al sitio, me despojé de la ropa y amarrado un pequeño saco a la cintura, me lancé al agua. Había aspirado suficiente aire como para permitirme llegar al fondo, agarrar unas cuantas ostras y subir lo más rápido que podía para volver a llenar mis pulmones de aire.
Subía al peñero por tercera vez, cuando tropecé con una raya, la que al sentirse amenazada elevó su cola incrustándome la punta en la pierna. Un estremecimiento de dolor hizo que me doblara. Aguantando el terrible dolor subí lo más rápido que pude al peñero.
- Lino, ayúdame, una raya me picó.
Cuando estuve ya dentro del bote, la pierna comenzó a hincharse.
- Lencho, gritó Lino, avísale a los muchachos que a Fucho lo picó una raya.
En cuestión de segundos la voz se había extendido entre todos los pescadores. Acto seguido Lino enfiló el peñero hacia la playa. Los pescadores dejaron de tirar sus redes. Como siempre entre ellos, cuando ocurre una cosa grave dejan lo que estén haciendo para hacerse presente. Nunca se lo plantearon pero como la alegría de uno era la alegría de todos también en el dolor estaban unidos. Así me llevaron hasta el rancho.
- Hay que buscar lo más rápido posible un doctor, dijo Leo, uno de los pescadores viejos. La pierna se le está poniendo cada vez más hinchada.

- El doctor Maneiro está en Porlamar y eso queda bastante lejos de la ranchería. ¿Por qué mientras viene no llamamos a la vieja Pancha? ustedes saben que ella conoce de hierbas y emplastos. Josefa anda a buscarla, mientras nosotros vamos por el doctor Maneiro. Nos vamos en la camioneta de Nemesio. Yo se que él nos la presta sin hacer preguntas.

- María del Valle, le dijo Josefa a su hija, quédese cuidando a su papá mientras yo regreso, y prepare un poco de café pa´los muchachos. Ahorita vuelvo.

Estaba acostado en el catre tiritando de fiebre. La pierna continuaba hinchándose. En ese momento llegó la curandera. La vieja Pancha, era uno de esos seres sin edad. Muy flaca y con el rostro cuarteado por el tiempo y la resequedad de la piel.
- Güeno les advierto, yo no soy dotora. Lo único que puedo ponele son unos emplastos sobre la herida. Esperando que silban pa´bajale la hinchazón. Pero creo que lo más mejol es que vayan a buscá al dotol. ¡Esta pielna se está poniendo bien fea!
Y diciendo esto me remangó el pantalón y comenzó a untar la pierna con un ungüento de los que ella preparaba. Un olor muy fuerte se esparció por todo el lugar. La fiebre era muy alta y el dolor era tan intenso que ya ni me podía mover.
La ranchería quedaba bastante lejos de Porlamar, pero eso no fue impedimento para que Lino y el viejo Lencho se fueran en la vieja camioneta de Nemesio, que de casualidad llegaba a correr a 20 kilómetros. Cuando regresaron ya era noche cerrada.
- Bueno, Fucho, vamos a ver que es lo que tienes. Pero acomoda esa cara hombre, que con toda seguridad no es gran cosa.
El doctor Maneiro era un hombre bastante mayor, pero bien conservado. No tenía una especialización definida: tan pronto era pediatra como partero; en fin servía para curar cualquier tipo de enfermedad. Había nacido en la isla y la única vez que salió de ella fue para irse a Caracas a estudiar en la Universidad, porque de haber existido una en la isla no se hubiera ido.
- Fucho, tú me conoces hace muchos años y sabes que no soy hombre de medias tintas. ¡Esto está muy feo! ¿Por qué no me lo llevaron cuando me fueron a buscar? Les voy a decir algo: los “curiosos” y los “curanderos” no saben de medicina. No es que lo hagan por maldad, pero sus ungüentos y cocimientos los hacen empíricamente. Gracias a Dios que creo haber llegado a tiempo. Le puse una inyección para bajarle la fiebre, y para tratar la herida, unos polvos de sulfa a ver si reacciona y se le baja la hinchazón. De no ser así tendré que llevarlo al hospital de Porlamar y cortarle la pierna.
En medio de los dolores y de la fiebre tan alta que tenía oí lo que el doctor acababa de comentar y tiré la vista hacia una imagen de la Virgen del Valle, que, descolorida estaba pegada en una de las paredes del rancho. Casi no la veía, pero desde lo más profundo de mi ser le dije:
- Virgencita del Valle te lo pido desde el fondo de mi corazón, no permitas que me corten la pierna. Tú sabes que yo necesito trabajar. ¡Ayúdame, Virgencita! Te prometo que si no pierdo la pierna la primera perla que pesque será para Ti. Y me sumí en un profundo sueño…
Los compañeros de pesca se habían retirado. En la puerta del cuarto Josefa lloraba calladamente. Así pasó toda la noche.
La voz del doctor Maneiro me despertó.
- Buenos días, Fucho, vamos a ver cómo está esa pierna. ¿Dormiste bien? ¿Cómo amaneciste?
Al levantar la sábana que me cubría se quedó mudo de asombro.
- ¡Dios mío… No puede ser… Esto es un milagro… Josefa… Josefa… ven a ver…!
La hinchazón de la pierna había desaparecido y solo quedaba un enorme rosetón en el lugar donde la raya me había clavado la punta de su cola. Sentí que mi cara era otra, podría decirse que hasta sonreía.
- ¿Cómo me encuentra, doctor?
- Fucho, la hinchazón casi ha desaparecido. Y por lo que veo ya no tienes fiebre. Esto es lo que yo llamo un milagro… un verdadero milagro. La verdad es que no se qué pudo haber pasado. Te puse una inyección y unos polvos de sulfa, pero no como para que esto hubiera sucedido.
- ¡La virgen, doctor, la virgen me oyó…! Yo sabía que ella no me abandonaría.
- Gracias a Dios. Pero por precaución, Fucho, te vas a seguir poniendo los polvos de sulfa. Y creo que en unos días podrás volver a pescar. Vendré la semana próxima para ver como sigues.
Josefa, recostada de la pared donde estaba la imagen de la virgen, lloraba en silencio. Encendió una velita mientras decía en voz muy bajita:
- Gracias, Madre de Dios, por haberme curado a Fucho. Sé que no hubiera aguantado que le cortaran la pierna. Gracias Madre Santísima…… Dios te salve María, llena eres de gracia…
Así pasaron varias semanas. Y una madrugada…
- Epa, Fucho, levántate, que no es hora de dormí. Hay que salí a pescá. Mira que hoy es tu primer día. Ya casi esta amaneciendo y los peces se van a mudá pa´ otro lao. ¡Apúrate…!
- Ya voy, Lino, espera que termine el cafecito Josefa, ya me voy…
Ella tomó el pocillo de café y lo puso sobre la mesa, y al voltear me dijo:
- Que el Señor te acompañe, m´ijo.

Llegamos justo cuando en la playa sólo quedaban Lencho y Ramón. Ellos también empujado su peñero.
Y así nos fuimos mar adentro.
Ya bien entrada la mañana, y con una buena recolección de perlas, decidimos regresar a la playa. Después de asegurar bien el peñero, tendimos sobre la arena un pedazo grande de una vieja lona y comenzamos a abrir las ostras. Silbando alguna canción nos entregamos a la faena. Fui yo quien abrió la primera ostra, y al hacerlo lancé una exclamación:
- ¡Virgen Sagrada y Bendita…!
Con la perla en los labios y arrodillado en la arena me puse a llorar. Lino sin entender lo que me pasaba preguntó:
- ¿Qué pasa, hombre? ¿Qué tienes?
Sin decir una palabra extendí el brazo y abriendo la mano le mostré la perla.
Al ver la forma que tenía Lino se santiguó al tiempo que decía:
- ¡Dios un mío… Virgen del Valle… Esto es un milagro, hermano!

Era una perla… sí… Pero no con la forma redonda que presentan casi todas las perlas. Esta tenía la forma de una pierna y hacia donde pudiera estar la rodilla había un punto… un punto negro que señalaba el lugar donde la raya me había clavado la punta de su cola. Era una señal, la señal de un milagro.
La noticia se regó por toda la ranchería como si el viento la hubiera esparcido. Todos querían ver la perla del milagro.
El domingo siguiente, todos los pescadores, luciendo sus mejores galas nos acompañaron a Josefa y a mí junto con nuestros hijos: María del Valle, Manuel y Francisco a llevarle la perla a la Virgen del Valle.


Freddy Salazar© Caracas, noviembre 2008